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viernes, 25 de julio de 2025
Diarios de ella II
jueves, 24 de julio de 2025
Diarios de ella I
domingo, 13 de julio de 2025
Las aventuras del joven Cervantes X
Asegura el joven Miguel que "las largas peregrinaciones hacen a los hombres discretos". Lo dice antes de darse de narices con una batalla naval, dos arcabuzazos, cinco años en los baños de Argel y otras muchas desventuras. Larga y no poco asendereada será su peripecia italiana, tampoco estarán nada mancas sus andaduras por campos de La Mancha y de la Andalucía recaudando impuestos. Y gracias que no le dejaron viajar a las Indias, a donde él esperaba encontrarse con la fortuna que no tuvo en Europa. Los astros no creo que le hubieran deparado nada bueno.
No permanece mucho tiempo Cervantes en Roma. Son muchos los gentiles hombres y las recias damas que deambulan por las dependencias del cardenal y él, aún afectado por el trauma de creerse de vidrio, teme que cualquiera le pueda romper una costilla o, en un tropiezo, hacerse añicos por el suelo.
A pesar de los rubios cabellos de las damas y de la atracción irresistible de la gallardía y gentileza de los hombres, sale el joven Miguel de Roma y arriba en la mejor ciudad del mundo, Nápoles.
Nos dice Miguel, en un gesto de ironía y buen humor que los poetas son pobres porque quieren. Solo tendrían que aprovechar los corales de los labios de sus damas, el oro de sus cabellos, la plata de su frente, las esmeraldas de sus ojos y las perlas de sus lágrimas. Si andan siempre con mujeres de tanto lujo no deberían padecer miseria, sino todo lo contrario. Es más, la tierra que pisan sus enamoradas produce jazmines y rosas; y su aliento es de ámbar, almizcle y algalia. Así se ríe Cervantes de los poetas, sobre todo de aquellos que hacen de la poesía un rimero de tópicos tan sobados y sucios como abogados sobornados. Porque los malos pintores no imitan la naturaleza, la vomitan, ya masticada y trasegada hasta la indigestión.
El joven Cervantes se cansa pronto de las regalías de los palacios y va en busca de aventuras de mayor calado y arrojo. Se enrola en la Armada contra el turco y se embarca en Venecia, después de pasar por Parma, Ferrara y Piacenza.
Antes de partir, sufre el joven Miguel el asedio de una dama veneciana, perdidamente prendada de sus huesos y de sus entendederas. Él no la corresponde y ella, desesperada, acude a una morisca para que le prepare un bebedizo con el que forzar el albedrío de nuestro joven aventurero. Para que él no aprecie el hechizo, la dama despechada se lo esconde en dulce de membrillo. Tras engullir el manjar, Miguel por poco muere. Sufre temblores como de alferecía, un ataque casi definitivo que lo deja sin aliento y apenas sin color. Sin duda, en ese momento decide embarcarse como soldado en la empresa liderada por Juan de Austria. En las galeras veía ya más seguridad que en los salones cortesanos.
viernes, 4 de julio de 2025
Las aventuras del joven Cervantes IX
Dejamos a Miguel extasiado por los vinos de la hospedería romana del Trastévere, aunque no solo es esto lo que le ocupa los sentidos. Le admiran también los rubios cabellos de las romanas y la gentileza y la gallarda disposición de los hombres. El joven Miguel tan atraído se ve por las mujeres italianas como por los hombres, tanto por los vinos de Grecia como por los de Roma.
Roma, "reina de las ciudades y señora del mundo". Miguel, acompañado de sus cicerones imprevistos, visita los templos y admira su grandeza, recorre las ruinas de sus estatuas, de sus edificios, de sus mármoles y, a partir de su visita, dispone que nada habría más grandioso que esa ciudad cuando estuviera completa, que sus ruinas (garras de león), imaginan la espléndida melena del animal al que pertenecían. Sus vías esplendorosas, la Apia, la Flaminia, la Julia. Sus montes, el Celio, el Quirinal, el Vaticano. Las siete iglesias.
De tamaña impresión enferma nuestro joven Cervantes, después de haber sido contratado por el cardenal. Nadie sabe cuál es su dolencia. Algunos hablan del síndrome de Stendhal, pero nadie sabía aún de este escritor y menos de este trauma. Miguel se seca y se pone en los huesos, turbados todos sus sentidos. Dice todavía llamarse Tomás Rodaja y no Miguel de Cervantes. Algunos hablan del mal de alferecía, porque se tumba en el suelo dando mil gritos y no recupera el sentido hasta no pasadas cuatro horas. Revienta en alaridos y se desgañita diciendo que nadie se le acerque por si le quiebran, porque es de vidrio de los pies a la cabeza. Lo peor de los ataques se le cura pronto, a base de emplastos de romero y aceite de sauce, pero no los accesos mentales.
Miguel, ahora Tomás Rodaja, quiere ser un hombre quebradizo, todo de vidrio, nadie se le puede acercar y teme que cualquiera pueda acabar con su vida si toca sus hechuras. El cardenal, divertido por la ocurrencia del loco que ha tomado a su servicio, le presta ropas holgadas, una camisa muy ancha, que él se ciñe con mucho tiento y con cuerda de algodón. Va por la mitad de las calles, solo sorbe líquidos de un orinal y no quiere calzarse zapatos: teme que le caiga alguna teja y cuando truena tiembla como azogado.
Los muchachos, al ver su debilidad, le lanzan trapos y piedras, porque no hay nada que más anime a la infancia malvada que la fragilidad. Cuantas más voces da, más cascotes le alcanzan, le semejaba esto a las pocas veces que ha tenido la oportunidad de representar comedias sobre las tablas y se las pateaban y saludaban con todo tipo de pedrería y frutas podridas.
Así dejamos a Cervantes en sus primeros días en Roma. Vendrán mejores, o no.
jueves, 3 de julio de 2025
El joven Cervantes VIII
Llega a Roma, por fin, nuestro joven Cervantes y, como a Tomás Rodaja, se le arruga el pellejo y se acongoja ante la grandiosidad del espectáculo. Se topa con dos lindos ya dentro del barrio del Trastévere. Se aturulla al oír su lengua, no porque extrañe el toscano, sino porque la angustia le ciega las entendederas. Le preguntan adónde va, Miguel queda como de estatua de sal y uno de los lindos le agita los hombros para hacerlo reaccionar, pues parecía haber quedado en estado de parosismo. "Busco un amo a quien servir", les espeta el de Alcalá. "Y sí, sé leer y escribir". "Y no, no sé el nombre de mi patria". Todo se lo dice de corrido, aún afectado por la impresión. Los italianos lo entienden sin dificultad, pero no comprenden que les responda a las cuestiones antes de haberlas ellos planteado. Lo suponen brujo o nigromante.
Deciden acompañarlo hasta la casa del cardenal Acquaviva, quien gusta de personajes relacionados con lo esotérico, y, sobre todo, por darle aliciente a ese día de julio que tan poco se había desperezado. "Tomás Rodaja me llamo", miente Cervantes, porque aún teme que lo persigan cuadrilleros o alguaciles. "Y estudié algunas letras bajo el vergajo del licenciado López de Hoyos". No sabe Cervantes por qué le salen las palabras así, como a trompicones, sin concierto ninguno. Respondía este aserto a lo que iba a preguntar uno de los lindos, por cuanto quedaron todavía más intrigados. Por supuesto conocían de oídas a López de Hoyos y confirmaron acertada la decisión de llevarlo junto al cardenal.
Una hostería se cruza en su camino y los italianos, en el afán de agasajar a su nuevo huésped, lo invitan a "li polastri e li macarroni". De las faltriqueras de Miguel (para ellos Tomás) salieron unas Horas de Nuestra Señora y un Garcilaso, una vez bien comidos y bien bebidos. Se ofrece Cervantes a leer un soneto del toledano, que a nuestros italianos les parece muy bien ligado, aunque con demasiados vapores de su Petrarca.
Y medio atufado por un vino no demasiado aguado, se atreve a contar las malas experiencias de su navegación en galera desde Cartagena a las costas de Génova (cierto es que en episodios anteriores afirmamos que su viaje fue por tierra, pero tampoco es de importancia la patraña). "Nos maltrataron las chinches, nos enfadaron los marineros, nos destruyeron los ratones, nos fatigaron las mareas y nos espantaron las borrascas". "Llegamos trasnochados, mojados y con ojeras". Eran estas peripecias ajenas a los lindos, pues nunca en todos los días de su vida habían pisado una galera, ni tan siquiera un bote de pescadores.
Pero tan aficionado es nuestro joven Miguel al vino que pronto deja los cuentos de la navegación para elogiar la grandeza del tinto de las Cinco Viñas, la dulzura y apacibilidad de la señora Garnacha y la rusticidad de la Chéntola. Que, según él, le hacen olvidar los caldos de Madrigal, Coca, Alaejos, Esquivias, Cazalla..., tan amable es Baco que surte de su mejor sangre así a españoles como a italianos.
Y en estas loas del dios de las bacanales dejamos al joven Miguel (ahora Tomás), junto a nuestros dos lindos italianos, muy refocilados de haber conocido persona tan señera y tan ducha en los licores de los dioses.
"El odio de Dios" por Carlo Frabetti
miércoles, 2 de julio de 2025
Las aventuras del joven Cervantes VII
Bueno, el caso es que, según dice el propio Cervantes en el Viaje del Parnaso, se enfrenta a grandes obstáculos para llegar a Roma, cuna de papas, putas y gente laureada. Roma para él es el monte Olimpo de los poetas y hasta allí quiere llegar sí o sí, pero "Fortuna me cargó una pesada piedra". La pesada piedra no es otra sino la dificultad de conseguir la fama. Con esta ambición pierde la cabeza, pues no ve otro medio para escribir como un vate magnífico que no sea reunirse con los "buenos", que lo acepten los laureados, entrar de lleno en la secta de los elegidos.
Los verdaderos poetas no hacen caso de las influencias, ni de las trapacerías, ni de la "vil ganancia". Se dedican a cantar las hazañas de Marte o Venus, sin preocuparse de lo terreno, y así les va. En su mundo de ensueños, ven pasar la vida como una nube y nunca fijan los pies en la tierra. ¿Cómo se puede conseguir algo así? Los poetas están hechos de una masa dulce, suave, correosa y tierna, siempre llenos de apariencias e ignorantes del mundo real. Al poeta no le preocupa llegar a rico, sino alcanzar la gloria literaria, el "estado honroso" (o el elogio de los eruditos). Cervantes quisiera ser poeta, se comporta como tal, en apariencia es un cisne, pero cuando engarza su voz, suena como el graznido de un cuervo y la Fortuna nunca lo elevará así a las alturas de la fama. Y a pesar de todo, sigue empeñado en su labor, sigue su camino, por si en algún recodo lo abordara algún alto pensamiento.
Cabalga ligero de equipaje. Abandonó su humilde casa, su Madrid, su Prado, sus teatros públicos (que tanto le negaron también). Atrás queda el Paseo de San Felipe (el mentidero donde recibía noticias del turco perro), y atrás también ese hidalgo al que hirió por intentar aprovecharse de su hermana. "Salgo de mi patria y de mí mismo", porque el joven Miguel, pese a deleitarse con las maravillas italianas, pese a absorber todo el "licor suave" de Ariosto, de Tasso y de tantos otros, se siente como si no estuviera en su cuerpo, como si hubiera dejado parte de sus entrañas en el Madrid de sus desdichas. Roma en el horizonte, ensombrecidas sus colinas por la neblina y por el tranco desigual de la mula coja que lo lleva en su grupa. Roma en lontananza, descanso de sus huesos y esperanza de su voluntad.
martes, 24 de junio de 2025
Las aventuras del joven Cervantes VI
martes, 10 de junio de 2025
Las aventuras del joven Cervantes V
Entramos, ahora sí, definitivamente en Roma con nuestro joven Cervantes. Ahora sí, prometo y confirmo. No me voy a detener en los caminos que le llevaron hasta allí, ni tampoco voy a reparar mucho en un par de comerciantes que fueron a buscarlo a la venta donde se alojaba. Sí, dos banqueros amigos de su padre de cuyos nombres tenemos noticia: Pirro Bocchi y Francesco Musacchio.
¿Cómo sabían estos dos que Miguel de Cervantes estaba en la posada?, no os voy a mentir, no lo sé. Pero aquí están, cabalgando junto a él, acompañándolo en su camino hacia Roma. Obvia decir que le dan noticia de su padre, el cirujano Rodrigo, antes don Rodrigo. Le comentan también su admiración por la bella Andrea, a quien han conocido en Madrid. El día es de un azul mitológico, abierto a la cabalgadura suave y a la charla sosegada.
Se cruzan con un grupo de peregrinos que hablan un castellano de Andalucía. Son de Sevilla y uno de ellos, fraile cartujo, conoce de oídas a la familia Cervantes. Miguel se siente inquieto, si saben de ellos es posible que hayan oído algo de sus problemas con la justicia. Insta a los dos banqueros a apresurarse. Quiere llegar cuanto antes a la ciudad. Bocchi es malicioso y ha percibido el nerviosismo de Cervantes. Traduzco sus palabras: “No os preocupéis, Miguel, no hay delito ni sentencia de tribunal que no se borre con una peregrinación a los santos lugares, y en Roma los hay a puñados”. No traduzco a Miguel, cuyo toscano se nutre sobre todo de palabras gruesas: “¡Vaffanculo!”. Bocchi, animado por el efecto de su pullita, sigue buscando la bilis de Cervantes. No sabe que el joven tiene poca cuerda y que echa mano a la espada con extrema facilidad. “¿Y no podríais recomendarme a vuestra hermana?, sé que tiene muy buena mano con los hombres”. Suerte que con Bocchi cabalga su amigo Musacchio, porque Miguel se abalanza contra él, con el rostro congestionado y el estoque en ristre, con la intención de partir en dos la mala cabeza del italiano impertinente.
Y dejo así, en suspenso a estos dos contendientes y al pacificador que intenta que la sangre no riegue el camino: uno, sobre un rocín flaco, congelado en la postura de asestar un mandoble mortal. Otro, protegiéndose la cabeza con un cojín que lleva a mano. El tercero se abraza al torso del castellano iracundo. Ya llegaremos a Roma más adelante.
De las promesas de un descendiente de moros poco o nada hay que esperar.
lunes, 9 de junio de 2025
Las aventuras del joven Cervantes IV
Os prometí que en la próxima entrega de este serial (es decir, en esta) os contaría cómo le fue al joven Cervantes en Roma. Y yo creo que lo voy a cumplir.
Como ya os dije, la última noche antes de la entrada a la ciudad ¿eterna?, Miguel tiene experiencias que parecen repetir otras vividas en España. En la venta, después de oír recitar a un arriero de voz aflautada los versos del Ariosto, sube a la habitación, preparada con pulcritud por la posadera. En realidad se trata de un sobretecho asentado en viejos tablones, con más de ocho camastros desparramados por la buhardilla sin orden ni concierto. A pesar de las brumas del vino de la Toscana, Cervantes puede oír los atronadores ronquidos (casi rebuznos) de los que allí duermen. Es curiosa la naturaleza humana, aunque hablemos lenguas distintas, aunque procedamos de lugares bien distantes, aunque nos hayan alimentado con leches diferentes; a la hora de roncar, la naturaleza nos iguala y ¡de qué manera! Por eso debemos pensar que cuanto separa a un negro de Eritrea de un vecino de Alcalá, es menos que nada. Al joven Miguel le resulta familiar ese concierto de viento que hace retumbar la cámara. Y también, por qué no decirlo, los aromas nonada ambarinos que se desprenden de los cuerpos (enemigos del agua y la lejía), maltratados por los caminos y las bestias de carga. Con mucha dificultad, debido a la oscuridad del lugar y al desmayado pabilo de la vela de sebo, llega hasta el lecho. Más bien desparrama sus huesos sobre él.
Pero no acaba aquí la noche. Un gran estrépito despierta a Cervantes y ve, entre la penumbra cómo sus vecinos se enzarzan en lucha grotesca, a puñadas y a golpes de candil, sin reparar en el descanso de nadie. Al parecer son tres arrieros que disputan en buena lid por una moza del partido. No quiere Cervantes inmiscuirse en la pelea. A pesar de su juventud, ha aprendido ya a evitar las pendencias ajenas. Los observa entre las sombras, como si asistiera a un teatrillo chinesco de los que alguna vez había visto en Sevilla. De nuevo se dice: “Esta escena hay que guardarla en la memoria. Podría servirme para ilustrar algún cuento divertido o alguna comedia similar a las de Lope de Rueda, cuyas obras tanto me han entretenido”. Y la conserva bajo siete llaves en su magín, sobre todo, la imagen de una camisa poco limpia que apenas oculta las vergüenzas de uno de los contendientes, a pesar de la oscuridad.
Vergüenza me da, y no poca, cómo he acabado este episodio, entregado, de nuevo, a la digresión y al vicio de no contar, cómo disponía Aristóteles, los hechos uno detrás de otro. Os emplazo para la próxima entrega, afligido y cabizbajo, asegurándoos que en la próxima entrega hablaré, sin faltar a mi palabra (que es sagrada), de la entrada de Miguel de Cervantes en Roma.
domingo, 8 de junio de 2025
Las aventuras del joven Cervantes III
Cervantes llega a Roma para cumplir allí los 22 años. No creáis que entonces, 1569, se celebraban estas fechas con bandas de miss ni con globos, ¡ni por pienso! (cómo me gusta esta expresión). Cervantes ni siquiera recuerda con exactitud el día de su nacimiento (no está para tonterías).
De los muchos lugares que quedan impresos en las pupilas de Miguel, serán Ferrara y Florencia los destacados. Queda deslumbrado ante el lujo, el buen gusto y la modernidad de esas ciudades, tan distintas de Madrid o Sevilla. En el camino (había tiempo y mucho) conoce a unos titiriteros con los que ensaya sus primeros balbuceos en toscano. Le place enormemente ese acento festivo y cordial. Le huele a latín, a esa lengua que no terminó de aprender con el bachiller López de Hoyos. En un principio desconfía de sus compañeros de viaje, aunque su dominio del estoque y la menguada apariencia de los cómicos, le dan una cierta tranquilidad. Las posadas, como las castellanas y aragonesas, son lugares donde, al amor de la lumbre, lo mismo se puede oír recitar la Jerusalem conquistada del perseguido Tasso, que te puede asaltar un desgraciado y acuchillarte para arrancarte la bolsa. No es que Cervantes lleve mucho dinero, pero sí guarda a buen recaudo la recomendación de un tío suyo (también de apellido Cervantes) para instalarse con el cardenal Acquaviva. No hay nada mejor que las recomendaciones (o enchufes, vamos) para no pasar penurias, tanto en Roma como en Madrid. Y dejar de una vez esos jergones de paja molida de las posadas, repletos de chinches y pulgas saltarinas.
La última noche, antes de llegar a la ciudad de los papas, tiene suerte y escucha en un italiano diáfano el capítulo donde Orlando se vuelve loco de amor por una princesa y se larga a una peña en el bosque para descargar su ira. La memoria de Miguel es prodigiosa (eso asegura el bachiller López de Hoyos y también su hermana Andrea) y guarda en el caletre ese pasaje del Orlando furioso del divino Ariosto ("para cuando escriba un poema épico", piensa el joven alcalaíno). Los huéspedes escuchan los versos, entre los vapores del vino y la pesadez de un guiso de osobuco un tanto pasado. Algunos caen dormidos sobre las mesas y otros se entusiasman y gritan como si quisieran castigar a Andrómeda, la princesa que ha rechazado al héroe del poema épico.
Llega a Roma, por fin, como prófugo de la justicia (recordadlo), pero durante su primer día en la ciudad no se acuerda de su condición adversa. Este primer día lo tendría que haber contado en este episodio, pero la cabeza propone y el diablo de la digresión dispone. Os convoco para el próximo, en el que os aseguró que descubriré las verdaderas peripecias del joven Cervantes, tal y como ocurrieron, sin lugar a ninguna duda, en ese primer día bajo el cielo romano y con sus 22 primaveras recién cumplidas.