lunes, 8 de septiembre de 2025

Diarios, 7/09/25

 Son más de tres años en este plan: salgo de casa para escapar de casa y de la escritura, me refugio en los bares (solo) y vuelvo al rincón donde habito (más solo). Antes, este panorama me tenía medio deprimido, asustado (he sido siempre un ser bastante social, para lo bueno y para lo peor). Lo curioso es que últimamente casi me recreo en esa mesa de uno. Porque lo que en un principio añoraba y me hacía suspirar: las parejas, los grupos, los rituales sociales, cada vez me resultan más ajenos. Donde antes solo veía desgracia, ahora es una oportunidad para no sufrir gritos de niños, discusiones absurdas y conversaciones inanes. Leí esta cita el otro día y aunque no me la aplico del todo (porque me queda ancha), me ha inspirado esta entrada: "Mi fuerza es la independencia; mi tributo la soledad". 

Diarios, 8/09/25

 


¡Qué buena tarde he pasado con la película de Yorgos Lanthimos, La Favorita! Y creo que ya la había visto (esto es preocupante). A mitad del metraje, me ha venido a la cabeza la última en un cine, justo anteayer, Romería, de Carla Simón. Aquí encaja perfectamente lo de "las comparaciones son odiosas". Mi sesión griega muy gozosa, intensa, original, con tensión dramática y con una historia apasionante de indudable profundidad. Mi tarde en el cine todo murria, supuesto lirismo y aburrimiento (¡qué larga se me hizo!). Es curioso que una película que ya había visto, con el mal condicionante de "disfrutarla" en la pantalla de televisión, me despierte un interés mucho mayor que otra vista en un pedazo de pantallón, con efectos de sonido espectaculares. Sí, la de Lanthimos tenía mayor presupuesto, sin duda alguna, pero lo que mueve a este espectador (a mí), es la genialidad de quien te cuenta algo digno de contarse con unas formas escénicas deslumbrantes y con unos diálogos sorprendentes. Todo parte del genio y de su habilidad. El resto es relleno y filfa pretenciosa.    

domingo, 7 de septiembre de 2025

“El jardín de Epicuro” por Francisco J. Tapiador




Epicuro (341-270 a. C.) es uno de los pocos pensadores antiguos que mantiene su vigencia porque se anticipó a nociones que la ciencia moderna tardó siglos en confirmar. Lúcido, acertó en lo sustancial de aquello que podemos verificar, lo cual nos anima a hacerle caso también en lo que dijo sin contraste objetivo. Y es que, si el hombre dio en el clavo en un tema fundamental y difícil de conocer como la composición última del universo y de la realidad, quizá valga la pena prestar atención a su propuesta para vivir bien: a su moral.

Lo que hace único a Epicuro es que sus ideas sobre la física, basadas en el atomismo, resultaron ser asombrosamente precisas. De hecho, fue el único filósofo que acertó. En un mundo donde la ciencia aún no existía como tal, Epicuro postuló que el universo se compone únicamente de átomos y vacío. Una idea, la del átomo, que no fue verificada hasta el siglo XX, cuando Albert Einstein —en su trabajo sobre el movimiento browniano de 1905— proporcionó pruebas empíricas de su existencia. Lo mismo respecto al vacío: tuvimos que esperar hasta 1887 para que Albert A. Michelson y Edward W. Morley demostraran que no hay un éter que impregne todo el universo. Sin esas medidas, la hipótesis de Epicuro no era más que una buena idea. Esta última afirmación tan potente —la epistemología que es la base de la física contemporánea— es también suya: dejó escrito que había que distinguir entre las opiniones pendientes de confirmación y aquellas verificadas por la sensación. Una forma elegante de decir que, si no hay confirmación empírica de algo, no hay conocimiento.

Epicuro tuvo enemigos poderosos, especialmente entre las élites religiosas y políticas, que veían en su atomismo y en su énfasis en los placeres sencillos una amenaza para sus estructuras de poder. Los agnósticos nunca han tenido buena prensa entre quienes creen que la religión debe impregnar toda la sociedad y que el sentimiento de culpa debe condicionar las acciones individuales. Por eso sus enseñanzas fueron caricaturizadas. Resulta bastante lamentable que la imagen que se tiene de él sea la que ofrecieron sus enemigos, así que vamos a nivelar un poco el juego.

Epicuro, el hombre, fue un ser fascinante del que sabemos poco. Por lo que comenta Diógenes Laercio, fuente principal sobre su vida, debía de ser una persona con mucho carisma, además de inteligente. Nacido en la isla de Samos, fundó en Atenas una escuela conocida como el Jardín: un espacio donde se reunía con sus amigos para reflexionar sobre la naturaleza, la vida y la felicidad. Se trataba de una parcela modesta que compró a las afueras, más una huerta que un jardín. Allí se juntaban hombres y mujeres; libres y esclavos, todos como iguales, para compartir ideas, risas y momentos de conexión. Su jardín no era solo un lugar de ocio y de trabajo manual, sino también una comunidad de aprendizaje donde se discutían ideas filosóficas, científicas y éticas. Algo así como lo que debería ser un departamento universitario.

La idea tuvo éxito y se exportó a Roma. Hoy podemos ver un ejemplo en la Villa de los Papiros de Herculano, un sitio estupendo donde un grupo de epicúreos se debía de pegar la vida padre (leer, comer, charlar, reír) antes de que la erupción del Vesubio del año 79 d. C. preservase el lugar para la posteridad. Los papiros de su biblioteca quedaron carbonizados, pero algunos se están pudiendo leer gracias a la física nuclear. En otros lugares del Imperio había comunidades parecidas.

De los aproximadamente trescientos textos que se le atribuyen al filósofo, solo nos han llegado tres cartas principales —a Heródoto, a Pítocles y a Meneceo— y un conjunto de aforismos conocido como las Máximas capitales, además de algunos fragmentos (como las Sentencias vaticanas). Sueño con que algún día encontremos los treinta y siete capítulos de Sobre la naturaleza en algún papiro carbonizado, o escondido en alguna vasija, pero de momento eso es todo lo que hay.

Los textos que han sobrevivido sobre su moral, preservados en gran parte en la obra de Diógenes Laercio, son breves, directos y sorprendentemente accesibles, como un manual de filosofía para la vida cotidiana. Las cartas vienen a ser un «Epicuro para gente con prisa», unos apuntes para que sus discípulos pudieran transmitir sus enseñanzas. Se leen, con aprovechamiento, en una hora. Sus ideas destilan claridad: la felicidad es alcanzable y no requiere complicaciones metafísicas ni especulaciones grandilocuentes. La brevedad y la síntesis se agradecen, porque hay filósofos que escribieron páginas y páginas de rollo para acabar sin decir nada sustancial. Vienen a la mente Han o Heidegger y sus logomaquias.

El núcleo de la filosofía epicúrea es la teoría atómica heredada de Demócrito y Leucipo, que aprendió de Nausífanes (hay dudas sobre este último), y a la que aportó mejoras cruciales que justifican el aserto de que fue el único filósofo que acertó. Según él, todo lo que existe son átomos —partículas indivisibles— moviéndose sin parar en un vacío infinito. No hay intervención divina ni fuerzas místicas: el universo opera según reglas ciegas, sencillas, que dan lugar a propiedades emergentes. Epicuro explicó la posibilidad de lo estático a partir del movimiento continuo y azaroso de átomos diferentes que se unen en moléculas —aunque no las llamó así—, una idea de la dinámica que se les resistía a sus predecesores y que es imprescindible para explicar la variedad de objetos y movimientos que observamos. No olvidemos que dos siglos antes Parménides había dicho que todo es estático y no puede ser de otra manera (contra toda evidencia empírica), y que eso se sigue estudiando. Para Epicuro, es de las combinaciones de átomos diferentes y del azar de donde surge la complejidad. Esta visión materialista (dicha con otras palabras) no solo era revolucionaria en el siglo IV a. C., sino que lo sigue siendo veinticuatro siglos después.

Epicuro dedujo de una teoría mecánica, el atomismo, una manera de vivir muy diferente de aquellas que propugnan la existencia de un dios y de otra vida. En esto fue muy original, porque no hay muchas morales que se deriven directamente de una física. Resuelto el miedo a la muerte y una voluntad divina incognoscible gracias a la razón, y despejadas las supersticiones que atan al hombre, surge la luz. Para Epicuro, el objetivo de la vida es alcanzar la eudaimonía, un estado de felicidad y bienestar que se logra a través del placer (hedoné) y la ausencia de dolor (aponía). A ese estado se oponen los deseos que, según él, pueden ser de varios tipos. Primero, los naturales y necesarios, como comer o dormir. Estos basta satisfacerlos para evitar el dolor. Luego están los naturales pero no necesarios, como una comida lujosa. Estos deseos deben limitarse, ya que su exceso puede causar dolor o insatisfacción. Y por último están los deseos vanos o artificiales, como la popularidad o el poder, que deben evitarse por completo, ya que generan ansiedad y dependencia. Esto ya es mejor que la pirámide de Maslow y sistemas derivados del siglo XX. De hecho, Epicuro distinguía incluso entre placeres dinámicos (como comer o beber) y placeres estáticos (como la tranquilidad mental o la ausencia de miedo). Los segundos, decía, son los más importantes.

Sus propuestas son muy accesibles. Recomendaba vivir en el presente y disfrutar de placeres simples: una buena comida, un paseo por la naturaleza o una conversación profunda. Algo tan sencillo como beber agua cuando se tiene sed puede aportar una gran satisfacción. Como se ve, este hedonismo no tiene nada que ver con el exceso o la indulgencia desmedida. De hecho, el ateniense enseñaba que la moderación en todos los aspectos de la vida (comida, bebida, ambiciones) previene los excesos que puedan llevar al dolor físico o mental.

La receta más importante, según él, para la felicidad es sencilla y sigue estando vigente: consideraba la amistad el pilar de una vida plena, incluso por encima de las leyes, que veía como convenciones humanas arbitrarias. Creía que las relaciones de confianza y apoyo mutuo ayudan a evitar el dolor emocional y que proporcionan una estabilidad muy necesaria para ser feliz. En una de sus Máximas capitales afirma que «de todas las cosas que la sabiduría proporciona para la felicidad de la vida entera, la mayor con mucho es la adquisición de la amistad» (Ὧν ἡ σοφία παρασκευάζει εἰς τὴν τοῦ ὅλου βίου μακαριότητα, πολὺ μέγιστόν ἐστιν ἡ τῆς φιλίας κτῆσις, para el que sepa griego clásico y no se fíe). En lo que se refiere a las relaciones sociales, abogaba por alejarse de las ambiciones desmedidas, la política y las discusiones estériles. Hoy es bien sabido que, en general, no discutir con idiotas es una política excelente para la salud, así que aquí también acertó (aunque él no lo expresara así).

En el camino hacia la felicidad que nos trazó Epicuro era esencial leer, reflexionar y, sobre todo, cuestionar las opiniones establecidas. En esto difería notablemente de otros filósofos coetáneos, sumidos en una especie de triste sumisión al poder tras la caída de las estructuras políticas de las ciudades-estado y la llegada del helenismo. Esa búsqueda por uno mismo tiene que ser activa, porque el postureo al respecto del conocimiento no tiene mucho sentido. Respecto a esto, Epicuro dijo que aparentar que se busca la verdad es como aparentar que se tiene buena salud. Solo sirve tenerla realmente. Pensaba que esta actividad, buscar para conocer, era importante para mantener la paz interior, puesto que nos alejaba de las supersticiones y creencias irracionales que nos generan dolor, poniéndonos en la senda de la felicidad.

Epicuro enseñaba que los principales obstáculos para la felicidad son el miedo a los dioses y el miedo a la muerte. Esto lo trató con una claridad pasmosa. Para él, la muerte no es más que la disolución de los átomos, sin dolor ni conciencia. «La muerte no es nada para nosotros», escribió, «porque cuando estamos, la muerte no está, y cuando la muerte está, nosotros no estamos». Transparente como el agua. Lo mismo respecto al dolor. Decía algo así como que el dolor, cuando es intenso, es breve; y cuando es prolongado, no es intenso (Ὁ πόνος ἢ οὐκ ἔστιν ἢ οὐκ ἔστι μέγας, que literalmente viene a ser «El dolor, o no existe, o no es grande»). Recordar la cita no ayuda para nada cuando te duele algo —lo tengo comprobado—, pero la lógica es inapelable. Respecto a los dioses, dijo mucho antes de Pierre-Simon Laplace a Napoleón eso de que no había tenido necesidad de esa hipótesis para explicar la mecánica del mundo. No negó que pudieran existir —de hecho, aportó una especie de argumento a favor—, pero sí que pudieran ejercer alguna influencia sobre el orden del mundo o los humanos.

El jardín de Epicuro era más que una escuela filosófica: era un experimento social. Los críticos, envidiosos o escandalizados por su forma de vida, apodaron a los epicúreos «la secta del cerdo». Lejos de ofenderse, sus seguidores adoptaron el mote con humor, una postura también muy sana cuando uno vive rodeado de idiotas. En la villa de Herculano perteneciente a Filodemo de Gádara se encontró una escultura de un cerdito saltando, hoy expuesta en el Museo Arqueológico Nacional de Nápoles. Resulta tan entrañable como Babe, el cerdito valiente. Este símbolo refleja la ligereza y la alegría que caracterizaban su filosofía: vivir bien no requiere grandes riquezas ni poder, sino buenos amigos, un lugar tranquilo que cultivar y una mente libre de temores gracias a un pensamiento racional que no necesite explicaciones metafísicas. Desde luego, asar un cochinillo con los amigos en el jardín, comiendo y bebiendo todo el día mientras se arregla el mundo sigue siendo un planazo, aunque luego haya que hacer deporte o lo que sea para quemar las grasas.

Hay que matizar que para esta filosofía la llave de la felicidad es, más que la amistad, la confianza en la ayuda de los amigos; el apoyo mutuo. Algunos trabajos recientes de ciencias sociales han sugerido que las conexiones personales son el factor más importante para una vida satisfactoria, justo lo que Epicuro defendía hace más de dos mil años. Saber que tienes un amigo que te ayudará si es necesario no se compra con nada. En un mundo donde la ansiedad y el agotamiento están a la orden del día, esta filosofía nos recuerda que la felicidad no está en acumular bienes o poder, sino en disfrutar de lo que ya tenemos: un buen libro, una conversación con amigos o un momento de calma en un jardín. Su frase de que la felicidad consiste en no tener hambre, no tener sed, no tener frío y confiar en que se lograrán esas tres cosas es una idea muy poderosa.

La doctrina de Epicuro no estuvo exenta de críticas. Su rechazo a involucrarse en política o en conflictos estériles puede parecer escapista, pero es una invitación a centrarse en lo que realmente está bajo nuestro control. Pero su condena al ostracismo no se debió a ese tipo de consideraciones ni a temas de especialistas, sino a su materialismo, al igualitarismo (hombres y mujeres, ciudadanos y esclavos) y al rechazo a las explicaciones religiosas. Esos rasgos convirtieron a su filosofía en un blanco perfecto para las élites que controlaban a la población a través de las diversas formas del miedo. Además, los mandarines disponían de explicaciones del mundo más afines a sus intereses. Los estoicos viejos, quizá los principales rivales filosóficos de los epicúreos, también promovían una vida de virtud y autocontrol, pero con un sistema moral mucho más conveniente para las clases dominantes, más gregario y menos individual. El estoicismo fue de hecho asimilado con facilidad por la religión cristiana, porque era teísta (aunque en formato Logos), pero no así el epicureísmo, agnóstico en esencia, por lo que según progresó el cristianismo las ideas del samita fueron vistas como una amenaza, y muchos de sus textos fueron destruidos o censurados. A diferencia de Aristóteles, cuyas ideas dominaron la filosofía medieval, o de Platón, cuya influencia persiste en eso que llaman metafísica, las doctrinas de Epicuro dejaron de estar en boga a partir del siglo III d. C. Por suerte, sus ideas clave sobrevivieron y llegaron hasta nosotros. El atomismo influyó en pensadores como Lucrecio, cuyo poema De rerum natura difundió las ideas epicúreas en el mundo romano, y más tarde en científicos de la Ilustración como Pierre Gassendi.

Si hay que celebrar por algo a la figura histórica de Epicuro es porque fue una de las primeras personas en entender cómo funciona el universo y de deducir, a partir de ahí, una moral. Hoy podemos decir que es el único filósofo antiguo que se salva (recuérdese a Parménides o a Platón, que también dijo cosas muy locas). Va siendo hora de abandonar los lugares comunes y enseñar que fue un pensador profundo en el examen de la naturaleza que además entendió que la felicidad reside en lo cotidiano. Su filosofía de vida invita a despojarnos de miedos irracionales y abrazar lo que realmente importa. En un mundo obsesionado con la productividad y el éxito material, envuelto aún en lo irracional y en religiones a cada cual más absurda, Epicuro invita a leer, relajarnos, charlar, no cometer excesos con la comida y la bebida y disfrutar de la paz de un jardín con los amigos dándonos cuenta de que la vida son cuatro días. O, como dijo él, que nacemos una sola vez.

Entre las escuelas atenienses de la Academia (Platón) o del Liceo (Aristóteles) me quedo con el jardín de Epicuro. Ajeno a sofísticas y pedanterías, inmune a fantasías gracias al contraste con lo percibido, abogaba por un estilo de vida sencillo y autosuficiente. Aporta una moral individualista que desconfía de la autoridad y de las convenciones sociales, en contraposición al estoicismo, hoy tan de moda. La campaña de desprestigio a la que sometieron estas ideas empañó esta realidad. Aún hoy, la palabra «epicúreo» evoca en muchos una imagen de hedonismo superficial, cuando en realidad el griego defendía un placer reflexivo y sostenible, más cercano al chill de hoy que a una rave. Los epicúreos perseguían la ataraxia, un estado de tranquilidad y serenidad mental, no el éxtasis. Es una pretensión muy razonable. No eran unos fiesteros frívolos, ni su forma de vida una forma de libertinaje. Esta gente solo perseguía mantenerse imperturbable ante las inevitables adversidades de una vida que sabían corta. La imagen mental que deberíamos tener de un epicúreo de pro son las del octógono de las aes: actividad, autonomía, amabilidad, alegría, atención, aceptación, ataraxia y altruismo.

lunes, 25 de agosto de 2025

Olvidarse de uno mismo

 


Poco a poco va alejándose del que era y acumula vértigo, porque asusta olvidarse de uno mismo. Le cuesta apartarse de su pasado. Le acongoja desprenderse de su naturaleza, enajenarse. Y no es porque fuera muy ejemplar, sino porque el proceso supone una especie de muerte consciente. 

Su yo anterior se va perdiendo en lontananza, solo se ve la popa y el rastro en el mar, solo eso. Le angustia pensar que ya nunca volverá a amarrar en el mismo puerto, en la misma ciudad. No podrá ayudarse de rostros familiares. Toda botadura conlleva un no sé qué de pérdida, de desgarro. Y va su nuevo yo en busca del olvido, en busca de los "vastos jardines sin aurora". Cauto, aunque decidido, temeroso de arrancarse una piel que, aunque duele, ya no le pertenece. 

jueves, 21 de agosto de 2025

Diario, 21 de agosto de 2025


 

El Brujo en Tarazona, ayer. Disfrute completo. Disparatado, de vuelta: parodia el teatro, se burla de su propia obra, de los poderes fácticos, de los monjes de Silos, del existencialismo, del amor, de la nada, de lo que no es nada, de todo, hasta un poco de su público. Y, aún así, incluso con sus concesiones al populismo, pasamos uno de los mejores ratos de este verano. 

Cena muy agradable en Tarazona, con gente de ley. Qué importante es rodearte de personas amables, con sentido del humor y con las que se congenia en casi todo. Y qué importante es saber hacer unas patatas bravas originales, tan difícil como escribir una novela rompedora. Noche manchega agradable, con mujeres pegando la hebra al fresco, sentadas en sus sillas plegables, como hacía tiempo que no veía. Una plaza animadísima, lejos de la barahúnda de los lugares turísticos, con la agradable sensación del lugar apacible, señorial y, a la vez, bullicioso. 

Y qué buen recitador es el Brujo. Entre chascarrillos de actualidad, histrionismos y payasadas, cuela al Siglo de Oro, a ese Siglo de Oro que se le atraganta a cualquiera y él lo hace digerible para todo el mundo. Allí reía todo quisque, desde el adolescente al anciano. He visto últimamente muchos recitales de poesía y casi he terminado por aborrecerlos. Rafael, Rafael Álvarez, consigue justo el efecto contrario. Reconstruye a su manera, tan estrambótica como hermosa, un episodio del Quijote y satiriza a los eruditos. Emociona al recitar a Juan de Yepes, a Teresa de Cepeda, a Lope, a Quevedo, a Machado. Lo hace de una forma muy peculiar, con el savoir faire (toma pedantería) del cómico experimentado, conocedor profundo de los ritmos y los acentos versales. Hace lo que le viene en gana, como un músico de jazz genial y viejo. Y todo el mundo ríe, lo pasa bien, eso es teatro, lo demás es filfa. Muy corto, sí, demasiado corto.

Hoy, El sentido de la vida, de los Monty Python, otra vez los grandes cómicos, aunque enlatados no son los mismo.      

martes, 19 de agosto de 2025

18 de agosto, Albacete


 

¿De quién se huye en los viajes? Supongo que de uno mismo, pero a uno mismo siempre lo arrastras detrás, quieras o no. Paso una semana horrorosa. Primero un viaje en tren, parados 45 minutos en Alcázar y después cinco horas por avería cerca de Andújar. Termina por recogernos un autobús y ni siquiera puedo ir a mi punto de destino, Jerez. Duermo en Córdoba. Cuarenta y dos grados de temperatura. Un hormiguero de turistas extranjeros arrastran a sus niños por el empedrado calcinado. Su única intención, supongo, es la de extirparles las ganas de viajar y el amor por las antiguas ciudades musulmanas para los restos. Ninguno de estos chicos con la lengua fuera regresará a una caldera como esta, ¿o sí? 

Mi intención es volver por donde he venido, dados los malos comienzos, pero al final, por culpa de un mercado agradable que me consuela, accedo a esa pretensión absurda de viajar a otro sitio a toda costa. En Zahara, calor y otro hormiguero infernal. ¿Qué hago yo en la playa en pleno agosto si nunca he podido con ella? La juerga nocturna de los chiringuitos no compensa. Estos nuevos veranos de fuego, solo pueden ser combatidos en algunas poblaciones del Norte y eso es lo que debería buscar, más que nada para poder respirar y sobrevivir. Tomo nota, aunque lo vengo haciendo desde hace varios años.   

lunes, 18 de agosto de 2025

Besos



Cuando veo besarse a las parejas, me siento más débil que nunca. Añoro el beso fugaz, cotidiano, hasta rutinario, casi más que el lúbrico. Están esperando un helado y ella deja en los labios de él un roce fugaz. Van de la mano por la calle y, antes de entrar en la ferretería, él besa suavemente las mejillas de ella. Él se muestra airado, casi grosero, ella lo calma con una decidida aproximación de su boca. Sentados en un banco del parque, ella parece esquiva, pero enseguida se acerca a su regazo y acepta un beso en la frente. Ese beso, insignificante, frugal, volátil, sencillo, me enerva, me hunde, me destruye. Porque nunca más lo voy a tener, porque lo perdí en una infame habitación de hospital, porque nadie puede sustituirla. Porque yo soy un Adán (me lo decía mi madre desde pequeño) y Eva está en otros rollos.

"García Lorca, el poeta de la tierra" por Rafael Narbona



No han pasado cinco años, sino ochenta y nueve desde que Federico García Lorca fue asesinado junto a un olivo en el camino que va de Víznar a Alfacar. Se ha especulado mucho sobre los motivos del asesinato, intentando atenuar la responsabilidad de sus autores materiales e intelectuales. Se ha llegado a decir que fue un error, que en realidad se trató de una venganza familiar, pero esos argumentos falsean la realidad, pues a García Lorca lo mataron por lo que representaba. Frente a los lutos de una iglesia tridentina, la épica de cartón piedra de los espadones y la avaricia de los grandes terratenientes y financieros, García Lorca encarnaba la alegría mediterránea y dionisíaca, sin sombra de puritanismo ni intransigencia. El poeta no era anticristiano, pero alentaba un paganismo luminoso y colorido que resultaba intolerable para los sectores más conservadores. La claridad y frescura de su poesía constituía un desafío para las instituciones y las élites económicas que se resistían a la modernidad. Luis Cernuda, amigo del poeta, despejó cualquier duda al respecto: “…te mataron, porque eras / verdor en nuestra tierra árida / y azul en nuestro oscuro aire” (“A un poeta muerto”). La “hiel sempiterna del español terrible” que aún perdura ha impedido que se rescaten los restos del poeta. Lejos de intentar deshacer este agravio, las autoridades han hecho lo posible por perpetuarlo. España sigue siendo el país de los grandes cementerios bajo la luna, tal como señaló Georges Bernanos, el escritor católico francés que alzó su voz contra la represión franquista en Mallorca.
Años de formación y embrujo
Hijo de un próspero hacendado y una maestra, Federico García Lorca nació en el municipio granadino de Fuente Vaqueros el 5 de junio de 1898. De joven estudió piano y, más adelante, se matriculó en la universidad para cursar Derecho y Filosofía y Letras. Nunca se sintió cómodo con la enseñanza académica. Intuitivo, afectuoso y espontáneo, su carácter seducía sin esfuerzo. Cuando se alojó en la Residencia de Estudiantes gracias a la ayuda de Fernando de los Ríos, se transformó de inmediato en el centro de las reuniones. Allí conoció a Rafael Alberti, Luis Buñuel, Salvador Dalí. Los testimonios de sus contemporáneos son unánimes, destacando su personalidad carismática e hipnotizadora. “Aquel hombre era ante todo manantial, arranque fresquísimo de manantial –afirma Jorge Guillen-, [a su lado] no hacía frío de invierno ni calor de verano: hacía… Federico”. Pedro Salinas añade: “Se le sentía venir mucho antes de que llegara, le anunciaban impalpables correos, avisos, como de las diligencias en su tierra, de cascabeles por el aire”. Luis Cernuda utiliza otra metáfora, no menos deslumbrante: “Si alguna imagen quisiéramos dar de él sería la de un río. Siempre era el mismo y siempre era distinto, fluyendo inagotable, llevando a su obra la cambiante memoria del mundo que él adoraba”. Vicente Aleixandre completa el retrato con unas hermosas y precisas palabras: “Era tierno como una concha de la playa. Inocente en su tremenda risa morena, como un árbol furioso. Ardiente en sus deseos, como un ser nacido para la libertad”. Sin embargo, la felicidad y el júbilo que transmitía no reflejaban su ser más hondo: “Su corazón –matiza Aleixandre- no era ciertamente alegre. Era capaz de toda la alegría del Universo; pero su sima profunda, como la de todo gran poeta, no era la alegría. Quienes le vieron pasar por la vida como un ave llena de colorido, no le conocieron. […] Amó mucho, cualidad que algunos superficiales le negaron. Y sufrió por amor, lo que probablemente nadie supo”. Rafael Alberti señaló algo parecido, afirmando que detrás de la sonrisa de Federico latía la tristeza. Emilia Llanos, entrañable amiga del poeta, ha contado que a veces se sumía en su silencio doliente, con la mirada perdida y la boca fruncida. Es probable que su sufrimiento procediera del conflicto que supuso su homosexualidad. Abocado al secreto y el disimulo, quizás lo que más le atormentaba era la imposibilidad de la paternidad. El “amor que no se atreve a decir su nombre” carece de la fecundidad del amor tradicional. No puede fructificar ni engendrar vida. Su horizonte es la soledad y el rechazo. Se ha dicho que Lorca fue una especie de “Adán oscuro”, pues simboliza a esa nueva humanidad que lucha contra el desprecio y la marginación, anhelando una aurora que le exima de vivir avergonzada y escondida en las sombras.
El romancero gitano
García Lorca mantuvo una sincera amistad con Manuel de Falla que incluyó proyectos en común sobre el cante jondo, los títeres y el folklore. En 1927 participó en el homenaje a Góngora organizado en Sevilla por un grupo de poetas a los que más tarde se conocerá como Generación del 27. Con la publicación del Romancero gitano en 1928 llega el reconocimiento literario. Sin embargo, sus amigos Luis Buñuel y Salvador Dalí critican el libro, acusándole de explotar un pintoresquismo trasnochado. Empieza a circular la leyenda de un Lorca con pocas lecturas y mucha intuición, un autor con “duende”, que conecta con lo primitivo y elemental, pero sin nociones de técnica poética. Sin embargo, en la famosa antología de Gerardo Diego, Poesía española, aclara: “Si es verdad que soy poeta por la gracia de Dios –o del demonio-, también lo soy por la gracia de la técnica y del esfuerzo y de darme cuenta en absoluto de lo que es un poema”. En una carta enviada a Jorge Guillén mientras trabajaba en el Romancero, explica su planteamiento, nada espontáneo: “procuro armonizar lo mitológico gitano con lo puramente vulgar de los días presentes”. En una conferencia pronunciada en 1926, aborda uno de sus poemas más populares, “Romance sonámbulo”, donde explota las connotaciones del color verde (“Verde que te quiero verde. / Verde viento. Verdes ramas”). Interpretado por la crítica como una alusión a la muerte, García Lorca rechaza las lecturas que buscan un significado claro y unívoco: “nadie sabe lo que pasa, ni aun yo, porque el misterio poético es también misterio para el poeta que lo comunica, pero que muchas veces lo ignora”. García Lorca aclara que el protagonismo del Romancero gitano es un personaje con dos nombres: Granada y la Pena. En una entrevista celebrada en 1931 se muestra más preciso: “El Romancero gitano no es gitano más que en algún trozo al principio. En su esencia es un retablo andaluz de todo el andalucismo. Al menos como yo lo veo. Es un canto andaluz en el que los gitanos sirven de estribillo. Reúno todos los elementos poéticos locales y les pongo la etiqueta más fácilmente visible. Romances de viejos personajes aparentes, que tienen un solo personaje esencial: Granada”.
El Romancero gitano se caracteriza por una estricta condensación que al mismo tiempo contrae y expande los significados, explotando imágenes que trascienden lo puramente racional. Algunas imágenes parecen ingenuas, casi infantiles, pero de inmediato se revela su hondura, que incluye una vasta constelación de simetrías y contrastes. El hermetismo de algunas metáforas solo acredita la excelencia poética de García Lorca, pues el terreno de la lírica no es la claridad expositiva, sino la alusión y el misterio, la sugerencia y lo implícito. Esta circunstancia le da la razón a Jorge Guillén, según el cual solo un poeta puede explicar a otro. Los críticos siempre se quedan en la superficie. Ven el paisaje, pero no las raíces. Como apunta Juan López-Morillas, “García Lorca no es un poeta de ideas; es un poeta de mitos”. Eso explica que escogiera el romance, una de las formas métricas más antiguas y con un eco primordial, casi telúrico. El Romancero gitano gira alrededor del mito esencial de la existencia humana: el conflicto entre el yo, que lucha por dilatarse y perdurar, y las fuerzas de la naturaleza, que acaban derrotándole para sumirlo en la muerte. El gitano es el nuevo Prometeo. Se rebela contra el orden cósmico y social para preservar su libertad. Su anhelo de perpetuo movimiento choca con una sociedad que no cesa de hostigarlo para que adopte el sedentarismo. La tragedia es que cuando al fin lo hace, continúa sufriendo incomprensión y violencia. Así sucede en Romance de la Guardia Civil Española, donde un campamento es arrasado sin ningún motivo, salvo el odio a un pueblo que ha elegido vivir de otro modo. García Lorca caracteriza a los guardias con rasgos que evocan las pinturas negras de Goya y el esperpento valleinclanesco: “de plomo las calaveras”, “alma de charol”, “jorobados y nocturnos”, “capas siniestras”. Frente a ellos, la ciudad de los gitanos, “ciudad de dolor y almizcle, con torres de canela”, solo cuenta con la protección de la Virgen y San José, que “perdieron sus castañuelas, / y buscan a los gitanos / para ver si las encuentran”. “La Virgen cura a los niños / con salivilla de estrella. / Pero la Guardia Civil / avanza sembrando hogueras, / donde joven y desnuda / la imaginación se quema”. Con este poema, García Lorca preparó el escenario de su muerte. La derecha nunca le perdonaría que hubiera escarnecido a uno de sus símbolos más emblemáticos.
Poeta en Nueva York
Después de un desengaño sentimental, viaja a Nueva York y Cuba. Estados Unidos le produce una impresión muy negativa. Testigo del famoso crack del 29, Nueva York le parece una ciudad sin raíces ni identidad, violenta y deshumanizada, donde los negros sufren una cruel discriminación. Las fuerzas naturales y los mitos han sido ahogados por un engranaje frío e impersonal, que rinde culto al dinero, el nuevo Moloch. En unas declaraciones, resume su visión con una frase escueta y demoledora: “Espectáculo terrible, pero sin grandeza”. Entre 1929 y 1930 compone Poeta en Nueva York, que José Bergamín logrará publicar en 1940 de forma simultánea en México y Estados Unidos. Cernuda afirmó que Lorca no leyó a los surrealistas franceses y, de hecho, cuando al poeta granadino le comentaron que sus poemas más experimentales se inscribía en la poética del surrealismo, aclaró airado: “No es el surrealismo, ¡ojo! La conciencia más clara los ilumina”. Sin embargo, en Poeta en Nueva York se advierte ese regreso a lo originario, mágico y onírico que había inspirado el Romancero gitano y que tan cerca está del surrealismo. El surrealismo impugna siglos de lógica y racionalismo para recuperar la faceta más espontánea e intuitiva del hombre. No es una simple vanguardia con unos planteamientos innovadores, sino una rebelión contra la razón que intenta restaurar lo elemental y genuino. En el caso de Lorca, los gitanos y los negros simbolizan ese modo de vida más auténtico, donde el mito aún no ha sido abolido y silenciado por el logos. Ambas razas encarnan la inocencia del hombre antes de la caída, cuando aún no existían las nociones de culpa y pecado. En “Norma y paraíso de los negros”, los negros son “pájaro”, “luz y viento”, pero están atrapados “en el salón de la nieve fría”, ese mundo deshumanizado creado por los blancos. En “Oda al rey de Harlem”, el negro es el “fuego de siempre” que duerme en los pedernales. Su liberación no será posible sin “matar al rubio vendedor de aguardiente, a todos los amigos de la manzana y de la arena”. Las armas del rey de Harlem son simbólicas: una cuchara. Una cuchara para frenar “los tanques de agua podrida” de la civilización. Harlem es el territorio del dolor, un gueto donde ha anidado la Pena, no muy distinto del campamento gitano arrasado por la Guardia Civil en la lejana Andalucía:
¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem!
no hay angustia comparable a tus rojos oprimidos,
a tu sangre estremecida dentro del eclipse oscuro,
a tu violencia granate sordomuda en la penumbra,
a tu gran rey prisionero, con un traje de conserje.
Los negros lloraban “confundidos / entre paraguas y soles de oro, / los mulatos estiraban gomas, ansiosos del llegar al torso blanco”. Por debajo de las pieles, “la sangre furiosa, viva en la espina del puñal”. Sangre que “viene, que vendrá / por los tejados y azoteas, por todas partes, / para quemar la clorofila de las mujeres blancas”. Todo Harlem es un clamor de desheredados que gimen por su liberación:
¡Ay, Harlem, disfrazada!
¡Ay, Harlem, amenazada por un gentío de trajes sin cabeza!
Me llega tu rumor,
me llega tu rumor atravesando troncos y ascensores,
a través de láminas grises
donde flotan tus automóviles cubiertos de dientes,
a través de los caballos muertos y los crímenes diminutos,
a través de tu gran rey desesperado
cuyas barbas llegan al mar.
El poema del cante jondo
Al finalizar su estancia en Nueva York, García Lorca viaja a La Habana, donde pasa tres semanas. Cuando vuelve a España, ha cobrado confianza en sí mismo, pero también parece un hombre desengañado y endurecido. A la llegada de la Segunda República, se embarca en el proyecto de llevar a los pueblos los clásicos del Siglo de Oro (Calderón, Lope, Cervantes). Codirige con Eduardo Ugarte “La Barraca”, un grupo de teatro universitario que asumirá la representación de las obras seleccionadas. El socialista Fernando de los Ríos, Ministro de Instrucción Pública, financia el proyecto, malogrado por el estallido de la Guerra Civil. La última función se realizará en el Ateneo de Madrid durante la primavera de 1936, llevando a escena El caballero de Olmedo, de Lope de Vega.
Aunque fue compuesto en 1921, el Poema del cante jondo no se publica hasta 1931. Se trata de una obra con un universo similar al del Romancero gitano. García Lorca explora el alma de un “pueblo triste” que orbita alrededor del Amor, la Pena y la Muerte. En esa trama, hay un hálito sagrado, pero no se trata de una especie de participación en lo sobrenatural, sino de un panteísmo que impregna todo de misterio y tragedia. Granada tiene dos ríos: uno se llama llanto y otro sangre. Por sus aguas “sólo reman los suspiros”. La guitarra es el instrumento musical que mejor refleja esa música secreta. “Llora monótona” y “es imposible callarla”. Es “un corazón malherido” que “llora por las cosas lejanas”. Andalucía es una tierra doliente: “por el aire ascienden / espirales del llanto”. La aurora es una ilusión que se desvanece. “Sólo queda / el desierto. / Un ondulado / desierto”. El poeta “ve por todas partes […] el puñal en el corazón”. Todo es frágil o está roto. Solo el silencio permanece incólume. En calles, yacen los muertos y no los conoce nadie. En un arranque místico, García Lorca canta a la Virgen, que avanza “por el río de la calle / ¡hasta el mar!”. Su presencia es tan luminosa como la de Cristo, “lirio de Judea” y “clavel de España”. El Cristo de Lorca es un Cristo gitano, “moreno / con las guedejas quemadas, / los pómulos salientes / y las pupilas blancas”. El alma gitana, “vestida de blanco”, es luz y alegría, pero también un eco trágico que nunca se apaga. Se expresa en el baile y en la guitarra, que “hace llorar a los sueños”. Por su “boca redonda” se escapa “el sollozo de las almas”. El paisaje refleja esa tensión entre la luz y la sombra. Bajo el cielo de Granada, una chumbera no es un simple arbusto, sino “un Laoconte salvaje”. Poema del cante jondo está muy lejos de ser un poemario costumbrista. Es una obra moderna, que mide los límites del lenguaje, alumbrando poderosas metáforas. No es un texto autobiográfico, sino la creación de un yo poético que pretende ser la voz de la Andalucía silenciada por una burguesía autocomplaciente. En Poema del cante jondo, se manifiesta claramente que García Lorca es el poeta de la tierra. En esta obra, los poemas -sencillos, elementales, populares- parecen compuestos para ser cantados. Su brevedad los convierte en alfilerazos que nos recuerdan el triunfo de la Muerte sobre la débil esperanza de los hombres. El pálpito metafísico convive con el lamento amoroso. La pasión no apunta a la felicidad, sino a la insatisfacción y la tragedia. Solo la fugaz aparición de la Virgen y el Cristo aporta una tibia ilusión y un efímero consuelo.
El dramaturgo y la elegía por Sánchez Mejías
En 1933, la compañía de Lola Membrives estrena Bodas de sangre en Buenos Aires. Lorca combina una vez más el mito y el color local, lo universal y el folclore andaluz, logrando crear una atmósfera de fatalidad que evoca la tragedia griega, donde los personajes son títeres en manos de las pasiones y el destino. El éxito proporciona independencia económica a Lorca, que viaja Argentina, donde dirige la escenificación de Bodas de sangre, que se representa ciento cincuenta veces. Conoce a Pablo Neruda y otros poetas. Regresa a España y su pluma fructifica, alumbrando obras como Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores, Yerma, La casa de Bernarda Alba y Llanto por Ignacio Sánchez Mejías. Al igual que Unamuno, García Lorca opinaba que los toros expresaban la esencia del carácter español, con la mirada siempre fija en la muerte. Cuando “Granadino”, un toro pequeño y astifino, mata de una cornada a Sánchez Mejías, el poeta se conmueve profundamente y escribe la elegía más bella de nuestras letras desde las Coplas de Jorge Manrique. Un año más tarde, aparece la “Elegía” a Ramón Sijé, con una hondura poética similar. La elegía de Lorca reúne el primitivismo del cante jondo, reiterando la hora fatal (“a las cinco de la tarde”), con las intuiciones más innovadoras (“y el óxido sembró cristal y níquel”, “Ya luchan la paloma y el leopardo”, “Trompa de lirio por las verdes ingles"), que evocan la poesía visionaria de T. S. Eliot. Al mismo tiempo, es difícil no pensar en la tragedia griega: “Duerme, vela, reposa: ¡También se muere el mar!”. Lorca parece escribir su epitafio con la última estrofa:
Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace,
un andaluz tan claro, tan rico de aventura.
Yo canto su elegancia con palabras que gimen
y recuerdo una brisa triste por los olivos
La casa de Bernarda Alba, concluida un mes antes de la sublevación del 18 de julio, es una de las cumbres del teatro español del siglo XX. García Lorca ha alcanzado la madurez como autor dramático y ha depurado el texto hasta dejarlo casi desnudo, libre de efusiones líricas y explosiones retóricas. No es una obra realista, sino deliberadamente estilizada que pretende captar el conflicto entre el deseo y la estricta moral católica. Bernarda, la matriarca, solo se preocupa por el qué dirán. Cuando se suicida Adela, una de sus hijas, únicamente le preocupa que nadie descubra que ya no es virgen. Las “voces de presidio” que gobiernan su casa son las mismas que se escuchan desde los púlpitos de las iglesias y las tribunas de la derecha. Lorca habla abiertamente del deseo sexual de sus personajes femeninos, mostrando que la represión del instinto destruye las posibilidades de felicidad. Su discurso es inaceptable para los que solo concebían un destino para la mujer: ser ama de casa y acatar la voluntad de su marido. Aunque la obra no se estrenó en España hasta 1950, los sectores más intolerantes ya habían puesto al poeta en su punto de mira. La “España que se resistía a morir”, según palabras de Gil Robles, consideraba a Lorca un enemigo. De ahí que la revista satírica Gracia y Justicia, de orientación católica y fascista, publicara artículos difamatorios, acusándole de ateo y aireando su homosexualidad.
Pasión y muerte
García Lorca nunca se afilió a un partido político, pero siempre simpatizó con la República y nunca rechazó firmar un manifiesto antifascista. Al mismo tiempo, se declaró “católico estético” y rechazó las presiones que ejercieron sobre él para que militara en el Partido Comunista. Siempre mantuvo un inequívoco compromiso con los más desfavorecidos. Al evocar la pobreza de los campesinos de su Andalucía natal, comentaba: “Nadie se atreve a pedir lo que necesita. Nadie osa rogar el pan por dignidad y por cortedad de espíritu. Yo lo digo, que me he criado entre esas vidas de dolor. Yo protesto contra ese abandono del obrero del campo”. Poco después de visitar Nueva York, explica por qué le ha impactado tanto el espectáculo de la exclusión y la marginación de las minorías raciales: “Yo creo que el ser de Granada me inclina a la comprensión simpática de los perseguidos. Del gitano, del negro, del judío…, del morisco, que todos llevamos dentro”. Lorca siempre lamentó la caída de la Granada musulmana: “Fue un momento malísimo, aunque digan lo contrario las escuelas. Se perdieron una civilización admirable, una poesía, una astronomía, una arquitectura y una delicadeza únicas en el mundo, para dar paso a una ciudad pobre y acobardada, a una ‘tierra del chavico’ donde se agita actualmente la peor burguesía de España”. García Lorca no fue una víctima accidental del caos inicial de la Guerra Civil, sino un objetivo muy claro de los sublevados. Se ha dicho que afrontó su detención con cobardía, pero Esperanza Rosales, único testigo de ese momento, afirma que conservó la calma: “Se mostró muy entero, muy hombre”. De hecho, se despidió con unas palabras tranquilizadoras: “No te doy la mano porque no quiero que pienses que no nos vamos a ver otra vez”. Cuando decidió volver a Granada, descartando el exilio en Biarritz, ya había mostrado la misma mezcla de serenidad y fatalidad ante Rafael Martínez Nadal, al que le dijo: “Estos campos se van a llenar de muertos. Me voy a Granada y sea lo que Dios quiera”. Mientras esperaba el “paseo”, animó a sus compañeros de celda. Fumó sin parar y pidió confesarse, pero el sacerdote se había marchado. Uno de los carceleros, algo más compasivo que los demás, le ayudó a rezar, pues el poeta había olvidado las oraciones de su niñez.
La desaparición física no logró apagar la estrella del poeta, que no ha cesado de incrementar su resplandor con el paso de los años. “La muerte se diría / más viva que la vida / porque tú estás con ella, / pasado el arco de tu vasto imperio, / poblándola de pájaros y hojas / con tu gracia y tu juventud incomparables”, escribe Cernuda, no sin advertir que “la realidad más honda de este mundo / [es] el odio, el triste odio de los hombres, / que en ti señalar quiso / por el acero horrible su victoria”. La muerte no es la enemiga del poeta. Al revés, “para el poeta la muerte es la victoria”. Durante su estancia en Nueva York, Philip Cummings preguntó a García Lorca qué significaba realmente la vida para él: “Felipe –contestó-, la vida es la risa entre un rosario de muertes. […] Es venir de ningún sitio e irse a ningún sitio y estar en todas partes rodeados de lágrimas”. El sentimiento trágico de la vida es una de las características más inequívocas del carácter español. “España es el único país donde la muerte es un espectáculo nacional”, aseguraba Lorca. Y añadía: “En todos los países la muerte es un fin. Llega y se corren las cortinas. En España, no. En España se levantan”.
Se han realizado series y películas sobre la muerte de García Lorca. Todas las que recuerdo me han parecido fallidas. En estas cosas, la exactitud histórica no me parece tan importante como la capacidad de captar la hondura trágica del acontecimiento. No se puede decir lo mismo de La araña del olvido, una novela gráfica de Enrique Bonet, una obra en blanco y negro que reconstruye la peripecia del escritor estadounidense de origen español Agustín Penón, que viajó a Granada en 1955 para investigar el asesinato del poeta. Su estancia se prolongó casi dos años y guardó en una maleta el resultado de sus pesquisas, pero nunca llegó a escribir el libro que había proyectado. Hundido en la depresión, envió la maleta al director de teatro William Layton, que más tarde se la entregaría a Ian Gibson. Gibson publicó en 1990 un ensayo con sus conclusiones, que tituló Diario de una búsqueda lorquiana (1955-1956).
La araña del olvido recrea la atmósfera de Granada a finales de los cincuenta, cuando la dictadura de Franco había logrado atraerse a las democracias que se sentían amenazadas por la Unión Soviética. Noche tras noche, los señoritos juerguistas –ebrios y desafiantes- recorren los tablaos flamencos. Los curas fuman tabaco negro y visten sotana. Las mujeres viven recluidas en las casas. Las autoridades ejercen una vigilancia permanente, no discriminando entre lo público y lo privado. Nadie se atreve a hablar de la muerte de García Lorca, pero su ausencia gravita sobre Granada, poniendo de manifiesto la crueldad de un régimen que ha empujado al exilio a intelectuales y artistas. Todo es gris, opresivo, asfixiante. No hay luz en las calles ni en las vidas, sumidas en la penumbra del miedo.
La Guerra Civil necesita un cierre, un hecho simbólico que normalice definitivamente la convivencia y tal vez la exhumación de los restos de Lorca podría ser ese acontecimiento que permitiera construir una memoria colectiva sin revanchismos, falacias ni distorsiones. “La sal de nuestro mundo eras, / vivo estabas como un rayo de sol, / y ya es tan sólo tu recuerdo / quien yerra y pasa”, escribe Cernuda. Yerra y pasa, sí, pero como un surco fecundo donde fructifica la semilla.

martes, 12 de agosto de 2025

Oda al ferrocarril

El tren en España, hasta hace pocos años, era el medio de comunicación más cómodo, más humano, más ecológico, y hasta era puntual. Ahora, viajar en ferrocarril es como contratar una expedición a Camboya o a Burundi o al siglo XIX. Eres un mierda, Calleja. Estos de Renfe sí saben preparar extraordinarias aventuras. Cuando te subes a uno de sus vagones (yo elegiría el Torre del Oro, que va de Barcelona a Cádiz), el tiempo y el espacio se expanden maravillosamente. Han sabido crear los agujeros negros en la Tierra, para que todos los mortales los experimentemos. Te puedes encontrar vagones a 50 grados (para recrear la jungla amazónica), paradas de 4 horas (con lo que se fomenta la confraternidad entre pasajeros),traslados inesperados en autobús (que se está perdiendo este medio de transporte), botellitas de agua recién sacada de las termas del infierno (favorecen el tránsito intestinal) y, lo mejor, destinos sorpresa: tú esperas llegar a Benalmádena y te dejan en Córdoba (y es que se está perdiendo la improvisación con tanta maquinita). Con Renfe no viajas, exploras el universo insondable.

domingo, 10 de agosto de 2025

10 de agosto, Albacete


 

Dos películas francesas muy buenas sobre los manejos del poder. Una de 2011, El ejercicio del poder; la otra, El presidente de 1961, protagonizada por Jean Gabin. No hay nada nuevo, pero todo está muy bien contado y resultan muy verosímiles los comportamientos desquiciados de los gobernantes. 

El protagonista de la película más moderna es ministro de transportes y, después de tener un accidente de coche, le dice a su mujer, arrepentido, en un arrebato de sinceridad, "si me conocieras, no me querrías tanto".  

El discurso del presidente en el parlamento, en defensa de la abolición de las aduanas europeas, es todo un prodigio de lo más moderno, atrevido. Sería esperanzador oírlo en un parlamento real. Acusa uno por uno a todos los diputados que tienen negocios y se aprovechan de su oficio político para el crecimiento de sus empresas. Muchos de ellos de su propio partido. La película está basada en un libro de Georges Simenon, que me pienso leer. 

Por la mañana he corrido 40 minutos. Cada vez me cuesta más bajar de los siete minutos por quilómetro, cuando hace unos años, luchaba por los cinco. Y no, no estoy obsesionado con marcas ni con objetivos extraños, simplemente lo hago por conservarme lo mejor posible, nada más. No sé si son los gajes de la edad o los excesos (más bien va a ser esto). Los desayunos cerca del parque se están convirtiendo en uno de los momentos estelares del día (hasta ahí estoy llegando). Veremos si la tarde me depara alguna sorpresa, seguramente no, y casi mejor, cada vez vivo mejor en la rutina. Ya lo hacía antes de la tragedia. 

Espero reconciliarme con la escritura a partir de estos diarios porque estaba perdiendo el hábito vespertino de ponerme ante el ordenador. Me cuesta, pero luego obtengo muchas satisfacciones, aún no sé cómo llamarlas, casi lúbricas. La ambición de que me lean otros la he ido perdiendo poco a poco. Desde luego, siempre que uno escribe lo hace no solo para él, pero creo que he conseguido en gran parte apartarme de esa vanidad insana de la publicación y de la obsesión por aparecer en los papeles. Algo bueno tenían que tener la edad y el sufrimiento. 

Dos películas buenas y aún puedo moverme, no es poco. También disfrutar de un café con leche, luego habrá cerveza en donde esté abierto. El mes de agosto desluce las virtudes recreativas de Albacete. Tendré que buscar un bar con un poco más de ahínco (tampoco mucho).    

Termino la novela de Martin Amis, La viuda embarazada, un tanto estrambótica, y comienzo los Diarios de Kafka. Los leí cuando todavía era adolescente (estuve obsesionado con su literatura durante mis primeros pasos como lector). Los releo porque quiero hacerme con referentes sobre este subgénero literario. Y ya el prólogo me habla de la cantidad de los autores que utiliza Kafka como guías autobiográficos. Entre ellos, Flaubert, Kierkegaard, Goethe y Grillparzer. Se habla de un tipo de diario, el diario medusa, que contiene de todo: cuentos, sueños, reflexiones, paseos, vivencias... Me seduce un extracto en el que Kafka describe cómo devoraría todo tipo de alimentos cuando no le doliera el estómago y cómo fantasea con la posibilidad de ser comensal de una grande bouffe expresionista. Sin embargo, apenas aparecen referencias a la guerra. 

sábado, 9 de agosto de 2025

Diarios de ella IV



Ripley

Ripley, el protagonista de la serie, arrastra un cadáver. Es en blanco y negro. Cómo se recrea en la melancolía. La recién asesinada se golpea la cabeza con cada uno de los escalones que van bajando. Cloc, cloc, cloc... A mí me atraen los thrillers, lo sabe, quizás por eso lo está viendo otra vez. Él despierta, alcanza la superficie del agua. Mira, desorientado, a un lado y a otro. Boquea, pez atrapado en el aire. Me mira, no me ve. Se sitúa. Vuelve la vista a la escena y busca el mando. Lo ha perdido. Es difícil saber dónde. Por fin lo encuentra y vuelve hacia atrás. Retrocede. ¡Ojalá pudiéramos! ¡Ojalá! Él, aunque no dice nada, también lo desea, seguro. El tiempo es despiadado, como el páramo. Nos priva de la complicidad, de la conversación, del amor, de la caricia, del orden.

La memoria

Por la tarde salimos a dar una vuelta por la ribera del Cinca. Baja poca agua. Los veranos son cada vez más secos. Las piedras blancas del río, demasiadas. Esas piedras redondeadas por la erosión de la corriente, suaves, viejas, sin aristas, como nuestra relación: pulida y destilada por los años. Por el cauce inmenso, apenas corre un regato ridículo. La desmesura de los deshielos se aprecia en las márgenes. Un recuerdo del caudal de primavera. Un recuerdo. Todo en verano se seca, desaparece. La corriente del agua solo vive en la memoria de las orillas. La memoria, esa desvaída memoria.

Villanúa

La perra, bien amarrada a la correa, para que los veraneantes no se espanten. Es grande y tan amenazante como atolondrada (no, yo no diría amenazante). Hay mucha gente de paseo. La tarde es agradable y beben, como nosotros, los últimos licores del verano.

En Villanúa no viven más de 400 habitantes durante el año. En agosto y Navidad crece con desmesura la población. Este dato nos lo proporcionan las chicas de "El Pajar del Troncho". Ellas están hasta el "papo" (así se desahogan) de la nieve y sus desmanes. Pero viven de los esquiadores. Lo que les da la vida las atormenta, como las células del cáncer. Nos pasa a muchas. Me ocurre a veces con los alumnos del instituto. ¡Ojalá y me siguieran atormentando! (No es verdad, nunca me atormentaron, es una hipérbole innecesaria). Nos acostumbramos sin razón a hablar mal de nuestro oficio, por mucho que lo amemos.

Bajamos a un campo de heno segado. Él y la perra corren, libres. Se persiguen el uno al otro. Vacían sus energías. Ella, fibrosa y retozona; él, renqueante y taciturno. Yo los observo desde la orilla del camino, agradecida. Cae la tarde. Sonrío.

Cenamos en la plaza principal. Las casas de piedra recia, las sombrillas de cerveza Ámbar, los tejados de pizarra negra, los atuendos de Decathlon, las bicicletas de montaña, los adolescentes de los albergues, los perros deslenguados. Casi todos son veraneantes, hay pocos naturales del pueblo. Quizás los dueños del bar. No sé.

Labordeta

Una vez coincidimos con Labordeta. En una tienda de deportes. Iría a renovar la mochila, supongo. Él aún presume de las botas de montaña que se compró ese día, y hace ya mucho tiempo de aquello. El calzado, a veces, sobrevive a nuestros pies. Labordeta era más feo al natural, más feo, pero muy simpático. Bueno, no sé, qué cejas, qué ojos fuera del rostro, qué mostacho. Una afabilidad hosca (yo no utilizaría esta expresión).

Conseguimos mesa de milagro. Torreznos y vino del Somontano. No se puede pedir más, bueno sí, que amaine el cierzo. La noche se pone fea. Él, como siempre, como nunca, no lleva ropa de abrigo. El viento de finales de agosto en el Pirineo no es para mangas cortas. Labordeta se protegía con un cortavientos y, calada, una gorra. La experiencia. No sé cuántas veces se lo he dicho. Siempre confía en los astros, pero casi nunca le son propicios. En verano todavía menos. Las estrellas van a caer a plomo sobre nosotros. En lo alto, ahí está nuestro destino. En el valle de Villanúa, la eternidad está más iluminada que en cualquier otro sitio. Mucho más que en el páramo. Solo hay que posar la copa sobre la mesa y mirar hacia arriba. Sonrío.

jueves, 7 de agosto de 2025

Diarios de ella III




Conexiones

Pensamos en la primera comida. Un paseo hasta el supermercado. No, mejor un bar, "frecuentamos tabernas mientras esperamos a la Parca", Valle, también me diría. "El Pajar del Troncho". Nombres recios del Pirineo. Dejamos a la perra en el patio. Siempre me convence (no es cierto). Al salir, vuelvo la vista atrás. El pasillo y la mirada del animal recriminan mi flexibilidad. Tantos años juntos se prestan a sintonías dulces, conexiones. Surgen casi sin hablarlas. Estupefacientes de lo cotidiano.

Me apetece agarrarlo de la mano para celebrar el nuevo asentamiento. A pesar de los muchos años, a pesar del tiempo que araña, desgasta, desmorona. Miramos hacia arriba, no hay otra dirección. Allá, en lo alto, está todo. Quizá nuestro destino. Lo noto acongojado, no sé por qué. Hemos venido a liberarnos del páramo, a respirar. Ese páramo inclemente y árido nos ha quitado tantas cosas. Ese despiadado sol de julio... Queda atrás. Y él tampoco se atreve a meterse nada. Tampoco tiene valor para salirse de sí mismo. Mi influencia, mi mesura.

Alturas

Las chicas de "El Pajar del Troncho" nos esperan. No podemos seguir martirizándonos, estamos en la época del "dolce far niente". La cerveza y el vino atenúan la soledad, el silencio. La terraza de la taberna se abre a la montaña, sin ningún pudor. El Collarada se cierne, majestuoso, sobre las copas y las mesas de plástico; sobre nuestros cuerpos. ¿Nuestros cuerpos? Hay que inspirar muy fuerte este viento puro, ancho, para ahogar las ausencias, los golpes de la desgracia, la vida. Para olvidarnos del páncreas.

Se me van a poner las piernas coloradas. Aunque refresca, el sol pega duro en la terraza y yo lo recibo en pantalones cortos. No importa, ya no importa. Él da un trago a la cerveza y mira hacia arriba: soledad y alturas. El alcohol siempre nos arropó, a los dos, siempre fue un vínculo que nos ayudó a besarnos. Y vuelve a alelarse, a ahogarse en la memoria. Las piernas casi no las siento. Será el sol o la brisa del norte o el despiadado mes de julio. Me gustan las suyas, siempre se lo he dicho. Sé que mi piel transparente y suave le atrae, y mis ojos verdes, también mis ojos, pero él me dosifica los cumplidos, como los adjetivos. "Si se abusa de ellos, pierden sentido, como visitar demasiado la montaña o la morfina. Por eso solo hemos tenido una hija, para no corromperla con la abundancia". Su esfuerzo por ahorrar alabanzas es chocante. También duele un poco.

La tarde

Cae la tarde. El descanso es necesario. Al volver a la casa, yo colocaría todo en su sitio. Prefiero el orden, lo bien hecho, la simetría. A él no le importa, los dos lo sabemos. Siempre juega al caos. Pura pereza. Yo no estoy cómoda en los espacios destartalados. Haría las camas, colocaría los bártulos de la cocina, arreglaría las sillas del patio, vencería su tendencia a abandonarlo todo donde ya está. 
El cuaderno impoluto, con la fecha del día, con caligrafía bien clara, con los márgenes firmes, con los colores necesarios, con títulos adornados, con pulcritud de escribano medieval. No sé cómo se aclara entre el desastre. Intento paliarlo, acondicionarlo. No reeducarlo (son muchos años), sino proponerle soluciones. Hasta él mismo se pierde en su propia algarabía. Si alguna vez se queda solo, se perderá en la inhóspita espesura. Antes que en el LSD. Sonrío.

Somnolencia

La tarde se presta a la somnolencia. Nos desparramamos sobre el sofá, conectamos el televisor y buscamos algo con qué sedarnos. Desde hace unos años, nos dormimos con suma facilidad viendo series y películas. Nos ilusionamos ante la perspectiva de encontrar algo parecido a Mad Men, por ejemplo, pero no aguantamos despiertos. No sé qué ha puesto, no conozco la serie y no es el primer episodio. Es igual, a los cinco minutos duerme. No importa.

Una brisa helada se cuela por las rendijas de la puerta. Es extraño. Son las cuatro de la tarde en el reloj. Es escalofriante este helor de agosto. Aún dormido, él tiembla, se estremece con el soplo invernal de este verano incompetente. No conozco la serie. Quizá se turba por alguna otra razón. Puede ser.

viernes, 25 de julio de 2025

Diarios de ella II





La carretera

La perra sube al coche, ya desahogada. Se tumba sobre el asiento de atrás. Animal de fondo. "¡Ay, Juan Ramón!", me diría.

Él conduce. Por egoísmo prefiero que se ponga al volante cuando descendemos el puerto. Lo he convencido de que él es más hábil en las carreteras sinuosas, un ingenuo. Disfruto de la panorámica a través de la ventanilla. Cómo se va asilvestrando el paisaje: los rastrojos, el pantano, el lago, el verde del Norte, el bosque, los pueblos blancos, los pueblos negros, el Pirineo. Cada vez menos casas, más naturaleza. De Sabiñánigo a Jaca, de aquí a Castiello, a Canfranc y, por fin, el valle del Aragón. Esplendor de lo creado. Vida nueva. Un trago de agua. Fin de trayecto.

Poco a poco, aunque cada vez más rápido. El coche, singladura hacia el alto mundo. Han abierto todos los tramos de la autovía. Ya no hay curvas peligrosas ni pasos arriesgados. El camino se ha vuelto más liviano. Atravesar la roca tajada por Carlomagno también impresiona desde el resplandeciente asfalto. Se adivinan rebecos entre los pinos. Él me recuerda una anécdota: un buitre varado en el arcén. Apenas presto atención, efecto de los alucinógenos. También hay escaladores en las paredes de los primeros desfiladeros. Él no los ve. No puede. Realidad restringida del conductor, un ingenuo. La montaña ofrece un panorama acongojante. Huesca queda atrás. Casi nunca vamos a esa ciudad, no sé por qué. Sí lo sé: imposible salir del valle si no nos empuja la obligación. De la ciudad, solo recuerdo una tienda antigua con estantes de madera. Droga dura.


El éxtasis

Cuatro horas de camino, nada más. Cuatro horas y alcanzamos el éxtasis. "¿Recuerdas en Roma el Éxtasis de Santa Teresa? ¿Lo recuerdas? En esa pequeña iglesia a quilómetros y quilómetros de nuestro hotel. ¿Lo recuerdas?", yo sí. Cuarenta grados de andadura sofocante. Bernini nunca defrauda, vale la pena el sacrificio. No sé si para él también, nunca lo sé.

No me explico por qué no venimos al Pirineo más a menudo. "Si se abusa del paraíso, al final te expulsan. Si se abusa de la morfina, apenas se disfruta del cuelgue". A lo mejor.

No estoy segura de que a él le entusiasme la montaña tanto como a mí, no lo sé. Tampoco le he preguntado. Me da reparo hacerlo. Por eso conduce. Presiento que necesita demasiado el abrigo de las gentes. No sé si es una impresión cierta. Tampoco le he preguntado.


Silencios

A veces sembramos nuestras conversaciones de dudas. Dudas que ayudan al misterio, sí, y también a la desconfianza. No sé si él se siente otra persona entre estos bosques. No sé si necesita tanto como yo pincharse en vena. Supongo que sí. A él siempre le ha ido esto del vicio. Solo me queda la fe en mi intuición. Y hablamos, claro que hablamos, pero a menudo lo trascendente queda al margen. No sé.


Alma

Yo sí soy distinta cuando atravieso Monrepós. Me cambia el alma. El alma, qué paradoja. Recibe un guásap de nuestra hija, Alma. Ella también ha cambiado. La escucho en el coche con entusiasmo. La oigo. Es ella. "Pásalo muy bien y no pierdas nada". Eso le dice a él. Me estremezco. Seguramente ya ha perdido algo. Algo importante. No hay día que no pase. No sé, un macuto, unos anillos, una cadena, no sé. Siempre pendiente de sus despistes, de su caos. Sonrío.


Orden

La casa de mi hermano, en Villanúa, acurrucada en el valle, cerca de la cueva de las Güixas (de las Brujas). Vaciamos el maletero y respiramos, hondamente. Este aire no es el mismo, es más ancho, mucho más ancho. Es distinto. Me cambia el alma. El alma, qué paradoja. La perra se despereza y salta del asiento, entusiasmada, como yo. No parece agosto, un viento de enero corta el sol radiante, lo desvirtúa.

Registro lo cotidiano: un maletero lleno de bártulos, de ilusiones, que pronto volveremos a comprimir con esfuerzo y desalentados. Es inevitable pensar en la vuelta, en el fin. Una sabe que todo acaba, hasta los viajes de la morfina. La ropa, la comida, los trastos de la perra, los cargadores, el ordenador... tantas pequeñas cosas, tantas necesidades creadas: comienzo del viaje. La esperanza, el júbilo. Seguro que olvida algo, pero no sabe aún qué. Un macuto, unos anillos, una cadena, algo, algo importante. Sonrío, a pesar de predecir la vuelta. Ahora lamento no habernos atrevido con drogas más duras. No las probé, demasiado riesgo, demasiados límites, hasta el páncreas.

Cerramos la puerta de la casa, antes revisamos las habitaciones: la cocina, el salón, el patio, el baño, la alcoba. Qué palabra tan sugerente, "alcoba", "mis dos trenzas por el suelo, de la cocina a la alcoba", Lorca, me diría. Todo fuera de sitio, todo por ordenar. Me retan nuestros bártulos en mitad del pasillo. A él no.

jueves, 24 de julio de 2025

Diarios de ella I



1. Verano

Pirineos
"Las sombras de las montañas se alargan, se ilumina el valle". Él comienza una nueva novela con esa frase. Aún se ilusiona. También advierto tristeza. Vive arrinconado, un poco más. La literatura le sirve para combatir las horas y la soledad. Sigo sus emociones, sus pálpitos, sus murrias, su dejadez, su caos. Hasta oigo sus músicas, aunque no coincidamos del todo en los gustos. La Velvet Underground, eso escucha. Esta banda sí me apetece, me trae imágenes dispersas de cuelgues y desfases. Tan lejanos... Lamento, lamentamos, no haberlos repetido más veces. A pesar de las consecuencias, las consecuencias, qué ironía, qué paradoja. Suena el tintineo del "Sunday Morning", la voz cadenciosa, drogada, de Lou Reed, y añoramos no habernos metido alguna dosis antes de la tragedia. Antes del páncreas.

Morfina
Llegamos al Pirineo, mi morfina: el trabajo queda lejos, el horizonte estalla, la naturaleza seca la garganta. Aislamiento lúbrico. Aparcamos el coche en un ensanche de la carretera. La mañana es fresca, no parece agosto. La perra ladra: ansia de libertad. Al fondo, las imponentes montañas, el fin del páramo. Pienso en la sensación desagradable del regreso: es agrio atravesar el puerto, volver la cabeza y perder de vista las alturas. Siempre quiero más. El mono. Se lo repito cuando regresamos. Él me mira y calla. No sé si goza tanto como yo de este solaz: de los valles pirenaicos, de su sosiego. Bajo las dosis de los abetos, de las hayas, bajo la estatura de los cielos. No sé si a él le va tanto como a mí la morfina. Sunday morning.

Vínculos
La perra se entusiasma, como yo, se arrebata, brinca, vuelve a ladrar (pleno cuelgue). Él, apoyado en el mirador, otea el horizonte: una metáfora de olas petrificadas, la atracción de lo agreste. Nos espera un mar distinto, paralizado. Veo a través de sus ojos. Solo quiero estar con él. No sé si está tan seguro como yo sobre nuestro vínculo exclusivo. Creo que sí, treintaiún años de binomio no se fingen. Hasta heroína habría consumido por él, aunque siempre he sido muy sobria. Solo necesito el Pirineo y su silencio, solo.


Él
Lo besaría. Me gusta besarlo, él finge frialdad, no es así. Observa la lontananza con la mirada muerta. Absorbido por la eternidad. Llegar a lo más alto del puerto de Monrepós, salir del coche y contemplar lo inmenso, la montaña: la escena la imagino todo el año. Nunca termina de llegar agosto, nunca. Es el final de nuestras vacaciones. Les ponemos colofón con este último viaje.
Vuelvo a observarlo y sigue perdido entre las nubes acechantes, entre las alturas sombrías. Me conmueve tanto misterio. La incógnita de sus pensamientos. Lo acariciaría, le rodearía la espalda con mis brazos, le susurraría al oído: "Otra vez aquí, qué paz, qué delicia, qué lejanía. Otra vez los dos. Otra vez los parches de morfina. Viento soy de agitar tu pena. Alta soy de mirar a las montañas." El verso de Miguel Hernández que él me citó, errado. Las palmeras, las montañas, la morfina, son lo mismo.
La mañana es fresca, sí, deseo que él me arrope, me abrace, que me caldee con su cuerpo. El sol comienza a reforzarse, pero su poder no es suficiente. El sol, el cielo, la montaña, el amor, la complicidad..., todo lo vamos perdiendo, triste e irremediablemente. Nada como esta calma. Promesa de los valles, de las trochas, de los arroyos, de las umbrías. Respiraremos, andaremos, callaremos, abrazados a la memoria, encendidos por la alucinación. Pasaremos nuestros últimos días de agosto aquí, arrebatados por los vientos feroces de los desfiladeros. Droga dura.


Mi cuaderno
Lo anotaré en mi cuaderno. Con sencillez. Registradora yo de los últimos días felices. Así, con letra clara, redonda. El cuaderno recién comprado, por abrir. Anotaré la monocorde sucesión de los días, de las horas. La rutina. La banalidad maravillosa. El sencillo pasar. El bolígrafo guarda tinta suficiente para retener nuestro recuerdo, espero. De todos modos, he preparado recambios. Los días de murria y sin peripecia también merecen ser estampados en el papel. Poesía de lo insignificante.

domingo, 13 de julio de 2025

Las aventuras del joven Cervantes X


 

Asegura el joven Miguel que "las largas peregrinaciones hacen a los hombres discretos". Lo dice antes de darse de narices con una batalla naval, dos arcabuzazos, cinco años en los baños de Argel y otras muchas desventuras. Larga y no poco asendereada será su peripecia italiana, tampoco estarán nada mancas sus andaduras por campos de La Mancha y de la Andalucía recaudando impuestos. Y gracias que no le dejaron viajar a las Indias, a donde él esperaba encontrarse con la fortuna que no tuvo en Europa. Los astros no creo que le hubieran deparado nada bueno. 

No permanece mucho tiempo Cervantes en Roma. Son muchos los gentiles hombres y las recias damas que deambulan por las dependencias del cardenal y él, aún afectado por el trauma de creerse de vidrio, teme que cualquiera le pueda romper una costilla o, en un tropiezo, hacerse añicos por el suelo. 

A pesar de los rubios cabellos de las damas y de la atracción irresistible de la gallardía y gentileza de los hombres, sale el joven Miguel de Roma y arriba en la mejor ciudad del mundo, Nápoles.

 Nos dice Miguel, en un gesto de ironía y buen humor que los poetas son pobres porque quieren. Solo tendrían que aprovechar los corales de los labios de sus damas, el oro de sus cabellos, la plata de su frente, las esmeraldas de sus ojos y las perlas de sus lágrimas. Si andan siempre con mujeres de tanto lujo no deberían padecer miseria, sino todo lo contrario. Es más, la tierra que pisan sus enamoradas produce jazmines y rosas; y su aliento es de ámbar, almizcle y algalia. Así se ríe Cervantes de los poetas, sobre todo de aquellos que hacen de la poesía un rimero de tópicos tan sobados y sucios como abogados sobornados. Porque los malos pintores no imitan la naturaleza, la vomitan, ya masticada y trasegada hasta la indigestión. 

El joven Cervantes se cansa pronto de las regalías de los palacios y va en busca de aventuras de mayor calado y arrojo. Se enrola en la Armada contra el turco y se embarca en Venecia, después de pasar por Parma, Ferrara y Piacenza. 

Antes de partir, sufre el joven Miguel el asedio de una dama veneciana, perdidamente prendada de sus huesos y de sus entendederas. Él no la corresponde y ella, desesperada, acude a una morisca para que le prepare un bebedizo con el que forzar el albedrío de nuestro joven aventurero. Para que él no aprecie el hechizo, la dama despechada se lo esconde en dulce de membrillo. Tras engullir el manjar, Miguel por poco muere. Sufre temblores como de alferecía, un ataque casi definitivo que lo deja sin aliento y apenas sin color. Sin duda, en ese momento decide embarcarse como soldado en la empresa liderada por Juan de Austria. En las galeras veía ya más seguridad que en los salones cortesanos.