viernes, 25 de julio de 2025

Diarios de ella II





La carretera

La perra sube al coche, ya desahogada. Se tumba sobre el asiento de atrás. Animal de fondo. "¡Ay, Juan Ramón!", me diría.

Él conduce. Por egoísmo prefiero que se ponga al volante cuando descendemos el puerto. Lo he convencido de que él es más hábil en las carreteras sinuosas, un ingenuo. Disfruto de la panorámica a través de la ventanilla. Cómo se va asilvestrando el paisaje: los rastrojos, el pantano, el lago, el verde del Norte, el bosque, los pueblos blancos, los pueblos negros, el Pirineo. Cada vez menos casas, más naturaleza. De Sabiñánigo a Jaca, de aquí a Castiello, a Canfranc y, por fin, el valle del Aragón. Esplendor de lo creado. Vida nueva. Un trago de agua. Fin de trayecto.

Poco a poco, aunque cada vez más rápido. El coche, singladura hacia el alto mundo. Han abierto todos los tramos de la autovía. Ya no hay curvas peligrosas ni pasos arriesgados. El camino se ha vuelto más liviano. Atravesar la roca tajada por Carlomagno también impresiona desde el resplandeciente asfalto. Se adivinan rebecos entre los pinos. Él me recuerda una anécdota: un buitre varado en el arcén. Apenas presto atención, efecto de los alucinógenos. También hay escaladores en las paredes de los primeros desfiladeros. Él no los ve. No puede. Realidad restringida del conductor, un ingenuo. La montaña ofrece un panorama acongojante. Huesca queda atrás. Casi nunca vamos a esa ciudad, no sé por qué. Sí lo sé: imposible salir del valle si no nos empuja la obligación. De la ciudad, solo recuerdo una tienda antigua con estantes de madera. Droga dura.


El éxtasis

Cuatro horas de camino, nada más. Cuatro horas y alcanzamos el éxtasis. "¿Recuerdas en Roma el Éxtasis de Santa Teresa? ¿Lo recuerdas? En esa pequeña iglesia a quilómetros y quilómetros de nuestro hotel. ¿Lo recuerdas?", yo sí. Cuarenta grados de andadura sofocante. Bernini nunca defrauda, vale la pena el sacrificio. No sé si para él también, nunca lo sé.

No me explico por qué no venimos al Pirineo más a menudo. "Si se abusa del paraíso, al final te expulsan. Si se abusa de la morfina, apenas se disfruta del cuelgue". A lo mejor.

No estoy segura de que a él le entusiasme la montaña tanto como a mí, no lo sé. Tampoco le he preguntado. Me da reparo hacerlo. Por eso conduce. Presiento que necesita demasiado el abrigo de las gentes. No sé si es una impresión cierta. Tampoco le he preguntado.


Silencios

A veces sembramos nuestras conversaciones de dudas. Dudas que ayudan al misterio, sí, y también a la desconfianza. No sé si él se siente otra persona entre estos bosques. No sé si necesita tanto como yo pincharse en vena. Supongo que sí. A él siempre le ha ido esto del vicio. Solo me queda la fe en mi intuición. Y hablamos, claro que hablamos, pero a menudo lo trascendente queda al margen. No sé.


Alma

Yo sí soy distinta cuando atravieso Monrepós. Me cambia el alma. El alma, qué paradoja. Recibe un guásap de nuestra hija, Alma. Ella también ha cambiado. La escucho en el coche con entusiasmo. La oigo. Es ella. "Pásalo muy bien y no pierdas nada". Eso le dice a él. Me estremezco. Seguramente ya ha perdido algo. Algo importante. No hay día que no pase. No sé, un macuto, unos anillos, una cadena, no sé. Siempre pendiente de sus despistes, de su caos. Sonrío.


Orden

La casa de mi hermano, en Villanúa, acurrucada en el valle, cerca de la cueva de las Güixas (de las Brujas). Vaciamos el maletero y respiramos, hondamente. Este aire no es el mismo, es más ancho, mucho más ancho. Es distinto. Me cambia el alma. El alma, qué paradoja. La perra se despereza y salta del asiento, entusiasmada, como yo. No parece agosto, un viento de enero corta el sol radiante, lo desvirtúa.

Registro lo cotidiano: un maletero lleno de bártulos, de ilusiones, que pronto volveremos a comprimir con esfuerzo y desalentados. Es inevitable pensar en la vuelta, en el fin. Una sabe que todo acaba, hasta los viajes de la morfina. La ropa, la comida, los trastos de la perra, los cargadores, el ordenador... tantas pequeñas cosas, tantas necesidades creadas: comienzo del viaje. La esperanza, el júbilo. Seguro que olvida algo, pero no sabe aún qué. Un macuto, unos anillos, una cadena, algo, algo importante. Sonrío, a pesar de predecir la vuelta. Ahora lamento no habernos atrevido con drogas más duras. No las probé, demasiado riesgo, demasiados límites, hasta el páncreas.

Cerramos la puerta de la casa, antes revisamos las habitaciones: la cocina, el salón, el patio, el baño, la alcoba. Qué palabra tan sugerente, "alcoba", "mis dos trenzas por el suelo, de la cocina a la alcoba", Lorca, me diría. Todo fuera de sitio, todo por ordenar. Me retan nuestros bártulos en mitad del pasillo. A él no.

jueves, 24 de julio de 2025

Diarios de ella I



1. Verano

Pirineos
"Las sombras de las montañas se alargan, se ilumina el valle". Él comienza una nueva novela con esa frase. Aún se ilusiona. También advierto tristeza. Vive arrinconado, un poco más. La literatura le sirve para combatir las horas y la soledad. Sigo sus emociones, sus pálpitos, sus murrias, su dejadez, su caos. Hasta oigo sus músicas, aunque no coincidamos del todo en los gustos. La Velvet Underground, eso escucha. Esta banda sí me apetece, me trae imágenes dispersas de cuelgues y desfases. Tan lejanos... Lamento, lamentamos, no haberlos repetido más veces. A pesar de las consecuencias, las consecuencias, qué ironía, qué paradoja. Suena el tintineo del "Sunday Morning", la voz cadenciosa, drogada, de Lou Reed, y añoramos no habernos metido alguna dosis antes de la tragedia. Antes del páncreas.

Morfina
Llegamos al Pirineo, mi morfina: el trabajo queda lejos, el horizonte estalla, la naturaleza seca la garganta. Aislamiento lúbrico. Aparcamos el coche en un ensanche de la carretera. La mañana es fresca, no parece agosto. La perra ladra: ansia de libertad. Al fondo, las imponentes montañas, el fin del páramo. Pienso en la sensación desagradable del regreso: es agrio atravesar el puerto, volver la cabeza y perder de vista las alturas. Siempre quiero más. El mono. Se lo repito cuando regresamos. Él me mira y calla. No sé si goza tanto como yo de este solaz: de los valles pirenaicos, de su sosiego. Bajo las dosis de los abetos, de las hayas, bajo la estatura de los cielos. No sé si a él le va tanto como a mí la morfina. Sunday morning.

Vínculos
La perra se entusiasma, como yo, se arrebata, brinca, vuelve a ladrar (pleno cuelgue). Él, apoyado en el mirador, otea el horizonte: una metáfora de olas petrificadas, la atracción de lo agreste. Nos espera un mar distinto, paralizado. Veo a través de sus ojos. Solo quiero estar con él. No sé si está tan seguro como yo sobre nuestro vínculo exclusivo. Creo que sí, treintaiún años de binomio no se fingen. Hasta heroína habría consumido por él, aunque siempre he sido muy sobria. Solo necesito el Pirineo y su silencio, solo.


Él
Lo besaría. Me gusta besarlo, él finge frialdad, no es así. Observa la lontananza con la mirada muerta. Absorbido por la eternidad. Llegar a lo más alto del puerto de Monrepós, salir del coche y contemplar lo inmenso, la montaña: la escena la imagino todo el año. Nunca termina de llegar agosto, nunca. Es el final de nuestras vacaciones. Les ponemos colofón con este último viaje.
Vuelvo a observarlo y sigue perdido entre las nubes acechantes, entre las alturas sombrías. Me conmueve tanto misterio. La incógnita de sus pensamientos. Lo acariciaría, le rodearía la espalda con mis brazos, le susurraría al oído: "Otra vez aquí, qué paz, qué delicia, qué lejanía. Otra vez los dos. Otra vez los parches de morfina. Viento soy de agitar tu pena. Alta soy de mirar a las montañas." El verso de Miguel Hernández que él me citó, errado. Las palmeras, las montañas, la morfina, son lo mismo.
La mañana es fresca, sí, deseo que él me arrope, me abrace, que me caldee con su cuerpo. El sol comienza a reforzarse, pero su poder no es suficiente. El sol, el cielo, la montaña, el amor, la complicidad..., todo lo vamos perdiendo, triste e irremediablemente. Nada como esta calma. Promesa de los valles, de las trochas, de los arroyos, de las umbrías. Respiraremos, andaremos, callaremos, abrazados a la memoria, encendidos por la alucinación. Pasaremos nuestros últimos días de agosto aquí, arrebatados por los vientos feroces de los desfiladeros. Droga dura.


Mi cuaderno
Lo anotaré en mi cuaderno. Con sencillez. Registradora yo de los últimos días felices. Así, con letra clara, redonda. El cuaderno recién comprado, por abrir. Anotaré la monocorde sucesión de los días, de las horas. La rutina. La banalidad maravillosa. El sencillo pasar. El bolígrafo guarda tinta suficiente para retener nuestro recuerdo, espero. De todos modos, he preparado recambios. Los días de murria y sin peripecia también merecen ser estampados en el papel. Poesía de lo insignificante.

domingo, 13 de julio de 2025

Las aventuras del joven Cervantes X


 

Asegura el joven Miguel que "las largas peregrinaciones hacen a los hombres discretos". Lo dice antes de darse de narices con una batalla naval, dos arcabuzazos, cinco años en los baños de Argel y otras muchas desventuras. Larga y no poco asendereada será su peripecia italiana, tampoco estarán nada mancas sus andaduras por campos de La Mancha y de la Andalucía recaudando impuestos. Y gracias que no le dejaron viajar a las Indias, a donde él esperaba encontrarse con la fortuna que no tuvo en Europa. Los astros no creo que le hubieran deparado nada bueno. 

No permanece mucho tiempo Cervantes en Roma. Son muchos los gentiles hombres y las recias damas que deambulan por las dependencias del cardenal y él, aún afectado por el trauma de creerse de vidrio, teme que cualquiera le pueda romper una costilla o, en un tropiezo, hacerse añicos por el suelo. 

A pesar de los rubios cabellos de las damas y de la atracción irresistible de la gallardía y gentileza de los hombres, sale el joven Miguel de Roma y arriba en la mejor ciudad del mundo, Nápoles.

 Nos dice Miguel, en un gesto de ironía y buen humor que los poetas son pobres porque quieren. Solo tendrían que aprovechar los corales de los labios de sus damas, el oro de sus cabellos, la plata de su frente, las esmeraldas de sus ojos y las perlas de sus lágrimas. Si andan siempre con mujeres de tanto lujo no deberían padecer miseria, sino todo lo contrario. Es más, la tierra que pisan sus enamoradas produce jazmines y rosas; y su aliento es de ámbar, almizcle y algalia. Así se ríe Cervantes de los poetas, sobre todo de aquellos que hacen de la poesía un rimero de tópicos tan sobados y sucios como abogados sobornados. Porque los malos pintores no imitan la naturaleza, la vomitan, ya masticada y trasegada hasta la indigestión. 

El joven Cervantes se cansa pronto de las regalías de los palacios y va en busca de aventuras de mayor calado y arrojo. Se enrola en la Armada contra el turco y se embarca en Venecia, después de pasar por Parma, Ferrara y Piacenza. 

Antes de partir, sufre el joven Miguel el asedio de una dama veneciana, perdidamente prendada de sus huesos y de sus entendederas. Él no la corresponde y ella, desesperada, acude a una morisca para que le prepare un bebedizo con el que forzar el albedrío de nuestro joven aventurero. Para que él no aprecie el hechizo, la dama despechada se lo esconde en dulce de membrillo. Tras engullir el manjar, Miguel por poco muere. Sufre temblores como de alferecía, un ataque casi definitivo que lo deja sin aliento y apenas sin color. Sin duda, en ese momento decide embarcarse como soldado en la empresa liderada por Juan de Austria. En las galeras veía ya más seguridad que en los salones cortesanos.     

viernes, 4 de julio de 2025

Las aventuras del joven Cervantes IX

 


Dejamos a Miguel extasiado por los vinos de la hospedería romana del Trastévere, aunque no solo es esto lo que le ocupa los sentidos. Le admiran también los rubios cabellos de las romanas y la gentileza y la gallarda disposición de los hombres. El joven Miguel tan atraído se ve por las mujeres italianas como por los hombres, tanto por los vinos de Grecia como por los de Roma. 

Roma, "reina de las ciudades y señora del mundo". Miguel, acompañado de sus cicerones imprevistos, visita los templos y admira su grandeza, recorre las ruinas de sus estatuas, de sus edificios, de sus mármoles y, a partir de su visita, dispone que nada habría más grandioso que esa ciudad cuando estuviera completa, que sus ruinas (garras de león), imaginan la espléndida melena del animal al que pertenecían. Sus vías esplendorosas, la Apia, la Flaminia, la Julia. Sus montes, el Celio, el Quirinal, el Vaticano. Las siete iglesias. 

De tamaña impresión enferma nuestro joven Cervantes, después de haber sido contratado por el cardenal. Nadie sabe cuál es su dolencia. Algunos hablan del síndrome de Stendhal, pero nadie sabía aún de este escritor y menos de este trauma. Miguel se seca y se pone en los huesos, turbados todos sus sentidos. Dice todavía llamarse Tomás Rodaja y no Miguel de Cervantes. Algunos hablan del mal de alferecía, porque se tumba en el suelo dando mil gritos y no recupera el sentido hasta no pasadas cuatro horas. Revienta en alaridos y se desgañita diciendo que nadie se le acerque por si le quiebran, porque es de vidrio de los pies a la cabeza. Lo peor de los ataques se le cura pronto, a base de emplastos de romero y aceite de sauce, pero no los accesos mentales. 

Miguel, ahora Tomás Rodaja, quiere ser un hombre quebradizo, todo de vidrio, nadie se le puede acercar y teme que cualquiera pueda acabar con su vida si toca sus hechuras. El cardenal, divertido por la ocurrencia del loco que ha tomado a su servicio, le presta ropas holgadas, una camisa muy ancha, que él se ciñe con mucho tiento y con cuerda de algodón. Va por la mitad de las calles, solo sorbe líquidos de un orinal y no quiere calzarse zapatos: teme que le caiga alguna teja y cuando truena tiembla como azogado. 

Los muchachos, al ver su debilidad, le lanzan trapos y piedras, porque no hay nada que más anime a la infancia malvada que la fragilidad. Cuantas más voces da, más cascotes le alcanzan, le semejaba esto a las pocas veces que ha tenido la oportunidad de representar comedias sobre las tablas y se las pateaban y saludaban con todo tipo de pedrería y frutas podridas.

Así dejamos a Cervantes en sus primeros días en Roma. Vendrán mejores, o no.      

jueves, 3 de julio de 2025

El joven Cervantes VIII

 


Llega a Roma, por fin, nuestro joven Cervantes y, como a Tomás Rodaja, se le arruga el pellejo y se acongoja ante la grandiosidad del espectáculo. Se topa con dos lindos ya dentro del barrio del Trastévere. Se aturulla al oír su lengua, no porque extrañe el toscano, sino porque la angustia le ciega las entendederas. Le preguntan adónde va, Miguel queda como de estatua de sal y uno de los lindos le agita los hombros para hacerlo reaccionar, pues parecía haber quedado en estado de parosismo. "Busco un amo a quien servir", les espeta el de Alcalá. "Y sí, sé leer y escribir". "Y no, no sé el nombre de mi patria". Todo se lo dice de corrido, aún afectado por la impresión. Los italianos lo entienden sin dificultad, pero no comprenden que les responda a las cuestiones antes de haberlas ellos planteado. Lo suponen brujo o nigromante. 

Deciden acompañarlo hasta la casa del cardenal Acquaviva, quien gusta de personajes relacionados con lo esotérico, y, sobre todo, por darle aliciente a ese día de julio que tan poco se había desperezado. "Tomás Rodaja me llamo", miente Cervantes, porque aún teme que lo persigan cuadrilleros o alguaciles. "Y estudié algunas letras bajo el vergajo del licenciado López de Hoyos". No sabe Cervantes por qué le salen las palabras así, como a trompicones, sin concierto ninguno. Respondía este aserto a lo que iba a preguntar uno de los lindos, por cuanto quedaron todavía más intrigados. Por supuesto conocían de oídas a López de Hoyos y confirmaron acertada la decisión de llevarlo junto al cardenal. 

Una hostería se cruza en su camino y los italianos, en el afán de agasajar a su nuevo huésped, lo invitan a "li polastri e li macarroni". De las faltriqueras de Miguel (para ellos Tomás) salieron unas Horas de Nuestra Señora y un Garcilaso, una vez bien comidos y bien bebidos. Se ofrece Cervantes a leer un soneto del toledano, que a nuestros italianos les parece muy bien ligado, aunque con demasiados vapores de su Petrarca. 

Y medio atufado por un vino no demasiado aguado, se atreve a contar las malas experiencias de su navegación en galera desde Cartagena a las costas de Génova (cierto es que en episodios anteriores afirmamos que su viaje fue por tierra, pero tampoco es de importancia la patraña). "Nos maltrataron las chinches, nos enfadaron los marineros, nos destruyeron los ratones, nos fatigaron las mareas y nos espantaron las borrascas". "Llegamos trasnochados, mojados y con ojeras". Eran estas peripecias ajenas a los lindos, pues nunca en todos los días de su vida habían pisado una galera, ni tan siquiera un bote de pescadores. 

Pero tan aficionado es nuestro joven Miguel al vino que pronto deja los cuentos de la navegación para elogiar la grandeza del tinto de las Cinco Viñas, la dulzura y apacibilidad de la señora Garnacha y la rusticidad de la Chéntola. Que, según él, le hacen olvidar los caldos de Madrigal, Coca, Alaejos, Esquivias, Cazalla..., tan amable es Baco que surte de su mejor sangre así a españoles como a italianos. 

Y en estas loas del dios de las bacanales dejamos al joven Miguel (ahora Tomás), junto a nuestros dos lindos italianos, muy refocilados de haber conocido persona tan señera y tan ducha en los licores de los dioses.

"El odio de Dios" por Carlo Frabetti





Golpes como del odio de Dios, como si ante ellos

la resaca de todo lo sufrido

se empozara en el alma…

(César Vallejo, «Los heraldos negros»)

Puede que el cristianismo, entendido en un sentido muy amplio (en ese amplio sentido que le permitía a un Fidel Castro decir «Yo soy cristiano en lo social»), sea una religión del amor y la fraternidad («una», en todo caso, no «la»: las hay anteriores y mejores). Pero el catolicismo ortodoxo (valga el pleonasmo, pues si no es ortodoxo no es catolicismo, sino herejía) es, obviamente, una religión del odio y la discriminación1.

Obviamente, sí, aunque algunos, mediante una acrobacia mental que raya en el delirio2, se nieguen a verlo, y aunque muchos católicos de buena voluntad sean herejes sin darse cuenta. Pues para un católico es dogma de fe que existe un infierno donde los ángeles caídos y los humanos muertos en pecado mortal penarán eternamente. Y solo desde el odio más feroz y obtuso se puede aceptar la posibilidad de un castigo eterno y pretender, además, hacerla compatible con la idea de un Dios justo y misericordioso. Dicho sin ambages: para creer de verdad3 en el infierno hay que ser un descerebrado o una mala, malísima persona, y preferentemente ambas cosas a la vez.

Al igual que la seudoizquierda tergiversa el socialismo y lo pone, en versión degradada, al servicio del sistema, la Santa (?) Iglesia Católica Apostólica Romana (SICAR) tergiversa el cristianismo, le reincorpora la brutal ideología patriarcal judaica (con la que Jesucristo rompió) y lo convierte, a partir del cesaropapismo constantiniano y el Concilio de Nicea, en un instrumento de dominación. Y por eso la SICAR necesita el infierno. Un castigo finito y situado en otro plano de realidad sería poco eficaz como espantajo disuasorio, es decir, como medida de control; cualquier castigo pasajero, frente a una posterior eternidad de bienaventuranza, se volvería insignificante, infinitesimal. Y un infinitesimal, para que adquiera consistencia, hay que multiplicarlo por infinito.

Por lo tanto, el purgatorio no basta: algo tan etéreo y lejano como un castigo en el más allá no puede impresionar mucho a los pecadores si no es eterno. Es necesario un infierno definitivo con la terrible leyenda dantesca en la entrada: «Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate» («Dejad toda esperanza los que entráis»). Solo hay un problema: un Dios justo y misericordioso no puede infligir un castigo infinito a un ser de responsabilidad limitada, como es obvio para cualquiera que no renuncie al pensamiento racional; por lo tanto, la primera tarea de la religión católica —como del judaísmo y el islam, sus hermanas bíblicas— es inhibir la racionalidad en las mentes de los creyentes, implantar en ellas una zona de insensatez selectiva en la que tengan cabida las contradicciones más flagrantes, esa «fusión de contrarios» que solo es posible en los delirios y los sueños.

Y ni siquiera es necesario (aunque sí suficiente) hablar del infierno: la sangrienta historia de la SICAR es la más clara evidencia de que, lejos de ser una religión del amor, el catolicismo es la religión del odio eterno, la religión del odio de Dios. Y no hace falta remontarse a las Cruzadas o a la «evangelización» de América o a la Inquisición: la historia reciente de la Iglesia no es menos elocuente en ese sentido, y el abyecto nacionalcatolicismo español es la mejor prueba de ello. (No es casual, dicho sea de paso, que, al igual que José Antonio Primo de Rivera, y por las mismas razones, desde la misma ideología, el papa y los obispos de turno proclamen una y otra vez que la familia —la tradicional y solo ella— es la célula de la sociedad).

Como todas las organizaciones totalitarias, la SICAR manifiesta su horror y su aversión —su odio disfrazado de compasión— a lo diferente, a todo aquello que dificulta la homologación social y la dominación. No solo defiende a muerte la nefasta familia patriarcal nuclear (que por suerte empieza a dar signos de debilidad), sino que además pretende tener la marca registrada, el derecho en exclusiva sobre su denominación de origen. Los inquisidores ya no pueden quemar vivos a los y las homosexuales, como han hecho durante siglos, pero siguen negándoles los derechos más básicos, el derecho mismo a la existencia; ya no pueden condenarlos a la hoguera en el más acá, pero siguen condenándolos al fuego eterno en el más allá.

Nunca, ni siquiera de niño, me ha asustado el infierno. Lo que sí que me asusta, y mucho, es que haya tantas personas que creen o fingen creer en él.

Notas

(1) Lo cual explica —aunque no siempre las justifique— las reacciones adversas suscitadas por la Iglesia en general y sus altas jerarquías en particular. No hay que sorprenderse de que las feministas canten, en sus manifestaciones, «Vamos a quemar la Conferencia Episcopal por machista y patriarcal». O que el estribillo de una vieja canción anarquista italiana diga: «E il Vaticano brucerà con dentro il papa» («Y el Vaticano arderá con el papa dentro»). O que una heroica Sinéad O’Connor rompiera públicamente una foto de Juan Pablo II diciendo «Lucha contra el verdadero enemigo», después de interpretar una versión de «War», la famosa canción de Bob Marley, sustituyendo algunas de las palabras para que se convirtiera en una protesta contra el abuso sexual a menores en el seno de la Iglesia católica. Dicho sea de paso, Juan Pablo II, además de protector de pederastas, fue el azote de la Teología de la Liberación, apoyó a los sectores más reaccionarios del catolicismo, como el Opus Dei o los Legionarios de Cristo, y prohibió expresamente a los católicos el uso de preservativos, incluso en caso de sida o de riesgo de transmisión de enfermedades venéreas. Y no deja de ser significativo que fuera canonizado durante el mandato de Francisco I. Pero ese es otro artículo.

(2) «Delirar» viene del latín de-lirare, salirse del surco al arar. Un delirio, tal como se define en psiquiatría, es una creencia que se vive con una profunda convicción a pesar de que la evidencia demuestre su falsedad.

(3) ¿Significa esto que en el mundo hay miles de millones de descerebrados y/o malas personas? Afortunadamente, no. La clave está en creer «de verdad». La mayoría de los católicos —incluidos no pocos sacerdotes, frailes y monjas— con los que, a lo largo de mi vida, he hablado del tema, se salían por la tangente diciendo cosas tales como: «Sí, es dogma de fe que el infierno existe; pero yo no creo que haya nadie en él», un argumento absurdo que convertiría a Dios en un embaucador y los textos sagrados en cuentos para asustar a los niños. Los psicólogos lo llaman disonancia cognitiva, y es una verdadera pandemia mental, que «explica» (entre comillas, pues no se puede explicar lo inexplicable), por ejemplo, que una persona que consideraría un monstruo a alguien capaz de degollar a su perro o a su gato para comérselo, se pueda comer tranquilamente a un cordero o a un cochinillo asesinados por otros; o que los hinchas futbolísticos veneren a una pandilla de mercenarios de lujo que patean una pelota y celebren sus victorias como propias.

miércoles, 2 de julio de 2025

Las aventuras del joven Cervantes VII


 

Bueno, el caso es que, según dice el propio Cervantes en el Viaje del Parnaso, se enfrenta a grandes obstáculos para llegar a Roma, cuna de papas, putas y gente laureada. Roma para él es el monte Olimpo de los poetas y hasta allí quiere llegar sí o sí, pero "Fortuna me cargó una pesada piedra". La pesada piedra no es otra sino la dificultad de conseguir la fama. Con esta ambición pierde la cabeza, pues no ve otro medio para escribir como un vate magnífico que no sea reunirse con los "buenos", que lo acepten los laureados, entrar de lleno en la secta de los elegidos. 

Los verdaderos poetas no hacen caso de las influencias, ni de las trapacerías, ni de la "vil ganancia". Se dedican a cantar las hazañas de Marte o Venus, sin preocuparse de lo terreno, y así les va. En su mundo de ensueños, ven pasar la vida como una nube y nunca fijan los pies en la tierra. ¿Cómo se puede conseguir algo así? Los poetas están hechos de una masa dulce, suave, correosa y tierna, siempre llenos de apariencias e ignorantes del mundo real. Al poeta no le preocupa llegar a rico, sino alcanzar la gloria literaria, el "estado honroso" (o el elogio de los eruditos). Cervantes quisiera ser poeta, se comporta como tal, en apariencia es un cisne, pero cuando engarza su voz, suena como el graznido de un cuervo y la Fortuna nunca lo elevará así a las alturas de la fama. Y a pesar de todo, sigue empeñado en su labor, sigue su camino, por si en algún recodo lo abordara algún alto pensamiento. 

Cabalga ligero de equipaje. Abandonó su humilde casa, su Madrid, su Prado, sus teatros públicos (que tanto le negaron también). Atrás queda el Paseo de San Felipe (el mentidero donde recibía noticias del turco perro), y atrás también ese hidalgo al que hirió por intentar aprovecharse de su hermana. "Salgo de mi patria y de mí mismo", porque el joven Miguel, pese a deleitarse con las maravillas italianas, pese a absorber todo el "licor suave" de Ariosto, de Tasso y de tantos otros, se siente como si no estuviera en su cuerpo, como si hubiera dejado parte de sus entrañas en el Madrid de sus desdichas. Roma en el horizonte, ensombrecidas sus colinas por la neblina y por el tranco desigual de la mula coja que lo lleva en su grupa. Roma en lontananza, descanso de sus huesos y esperanza de su voluntad.     

martes, 24 de junio de 2025

Las aventuras del joven Cervantes VI


Dejamos al joven Miguel enzarzado en lucha feroz contra un italiano. Cuando al alcalaíno le mientan a la hermana, siempre se le atufan las meninges y la cosa no acaba bien. En este caso, el buen obrar de Musacchio o Muchacho (no es tan importante el nombre exacto de los personajes, sino su actuación en la peripecia), calmó la furia de Cervantes, quien espoleado por el Orlando furioso que acababa de oír, cree que no es pecado, sino todo lo contrario, mostrarse iracundo y del todo fuera de orden.

Y aquí debo hacer un receso porque, si seguimos así nunca llegaremos a Roma. Como os dije, la falta de documentación alimenta estas aventuras, pero ha caído en mis manos nada menos que el Viaje del Parnaso. No es obra nueva, por supuesto, pero he descubierto que, si hacemos criba de las palabras de Cervantes, no descubrimos otra sino las peripecias que le acaecieron de camino a la ciudad eterna. Solo hay que hacer un trabajo de cernido grueso y decantar los versos de un Miguel en la plétora de su juventud creadora:

"Antes de llegar a Roma, me encuentro con un arriero de Peruggia, de ingenio griego y de valor romano. Me dice que vuelve de Roma, adonde había ido huyendo de la vulgaridad de su ciudad natal. Para ello compró una mula vieja, coja y parda. Y partió solo, paso a paso. El animal no se espantaba, pero no era bueno para carga. Grande, de poca fuerza, corta de vista, larga de cola, estrecha de ancas y dura de cuero (como podéis comprobar, no solo yo soy amante de las digresiones, aunque deberíais analizar, con toda la malicia posible, las de Cervantes). Según me contó el arriero, con ínfulas de poetón, llegó a Roma sobre esta bestia y fue agasajado por el sabio Apolo. Cuando volvió, solo y sin un escudo, me descubrió quién se tenía allí por famoso. 
Yo, que finjo tener gracia de poeta, aunque el cielo no me la preste, también quiero elevar mi alma, ya sea guiado por una mula o por el aire, y pretendo llegar a Roma para descubrir la fuente de las musas, acercarme los caños a la boca y remojar los labios en ella, llenarme la barriga de su licor suave y rico, para, así, convertirme en un poeta ilustre o, al menos, magnífico. Pero enseguida se presentarán mil inconvenientes y el deseo quedará en el aire, irresoluto y desvalido. Fortuna me carga una pesada piedra que frustra mis esperanzas".

Así nos cuenta el propio Cervantes sus escarceos en Italia. ¿Qué pesada piedra será esa? En el próximo capítulo intentaremos descubrirlo. Postergamos lo de Roma para un momento más propicio.

martes, 10 de junio de 2025

Las aventuras del joven Cervantes V



 Entramos, ahora sí, definitivamente en Roma con nuestro joven Cervantes. Ahora sí, prometo y confirmo. No me voy a detener en los caminos que le llevaron hasta allí, ni tampoco voy a reparar mucho en un par de comerciantes que fueron a buscarlo a la venta donde se alojaba. Sí, dos banqueros amigos de su padre de cuyos nombres tenemos noticia: Pirro Bocchi y Francesco Musacchio. 

¿Cómo sabían estos dos que Miguel de Cervantes estaba en la posada?, no os voy a mentir, no lo sé. Pero aquí están, cabalgando junto a él, acompañándolo en su camino hacia Roma. Obvia decir que le dan noticia de su padre, el cirujano Rodrigo, antes don Rodrigo. Le comentan también su admiración por la bella Andrea, a quien han conocido en Madrid. El día es de un azul mitológico, abierto a la cabalgadura suave y a la charla sosegada. 

Se cruzan con un grupo de peregrinos que hablan un castellano de Andalucía. Son de Sevilla y uno de ellos, fraile cartujo, conoce de oídas a la familia Cervantes. Miguel se siente inquieto, si saben de ellos es posible que hayan oído algo de sus problemas con la justicia. Insta a los dos banqueros a apresurarse. Quiere llegar cuanto antes a la ciudad. Bocchi es malicioso y ha percibido el nerviosismo de Cervantes. Traduzco sus palabras: “No os preocupéis, Miguel, no hay delito ni sentencia de tribunal que no se borre con una peregrinación a los santos lugares, y en Roma los hay a puñados”. No traduzco a Miguel, cuyo toscano se nutre sobre todo de palabras gruesas: “¡Vaffanculo!”. Bocchi, animado por el efecto de su pullita, sigue buscando la bilis de Cervantes. No sabe que el joven tiene poca cuerda y que echa mano a la espada con extrema facilidad. “¿Y no podríais recomendarme a vuestra hermana?, sé que tiene muy buena mano con los hombres”. Suerte que con Bocchi cabalga su amigo Musacchio, porque Miguel se abalanza contra él, con el rostro congestionado y el estoque en ristre, con la intención de partir en dos la mala cabeza del italiano impertinente. 

Y dejo así, en suspenso a estos dos contendientes y al pacificador que intenta que la sangre no riegue el camino: uno, sobre un rocín flaco, congelado en la postura de asestar un mandoble mortal. Otro, protegiéndose la cabeza con un cojín que lleva a mano. El tercero se abraza al torso del castellano iracundo. Ya llegaremos a Roma más adelante. 

De las promesas de un descendiente de moros poco o nada hay que esperar.  

lunes, 9 de junio de 2025

Las aventuras del joven Cervantes IV

 


Os prometí que en la próxima entrega de este serial (es decir, en esta) os contaría cómo le fue al joven Cervantes en Roma. Y yo creo que lo voy a cumplir. 

Como ya os dije, la última noche antes de la entrada a la ciudad ¿eterna?, Miguel tiene experiencias que parecen repetir otras vividas en España. En la venta, después de oír recitar a un arriero de voz aflautada los versos del Ariosto, sube a la habitación, preparada con pulcritud por la posadera. En realidad se trata de un sobretecho asentado en viejos tablones, con más de ocho camastros desparramados por la buhardilla sin orden ni concierto. A pesar de las brumas del vino de la Toscana, Cervantes puede oír los atronadores ronquidos (casi rebuznos) de los que allí duermen. Es curiosa la naturaleza humana, aunque hablemos lenguas distintas, aunque procedamos de lugares bien distantes, aunque nos hayan alimentado con leches diferentes; a la hora de roncar, la naturaleza nos iguala y ¡de qué manera! Por eso debemos pensar que cuanto separa a un negro de Eritrea de un vecino de Alcalá, es menos que nada. Al joven Miguel le resulta familiar ese concierto de viento que hace retumbar la cámara. Y también, por qué no decirlo, los aromas nonada ambarinos que se desprenden de los cuerpos (enemigos del agua y la lejía), maltratados por los caminos y las bestias de carga. Con mucha dificultad, debido a la oscuridad del lugar y al desmayado pabilo de la vela de sebo, llega hasta el lecho. Más bien desparrama sus huesos sobre él. 

Pero no acaba aquí la noche. Un gran estrépito despierta a Cervantes y ve, entre la penumbra cómo sus vecinos se enzarzan en lucha grotesca, a puñadas y a golpes de candil, sin reparar en el descanso de nadie. Al parecer son tres arrieros que disputan en buena lid por una moza del partido. No quiere Cervantes inmiscuirse en la pelea. A pesar de su juventud, ha aprendido ya a evitar las pendencias ajenas. Los observa entre las sombras, como si asistiera a un teatrillo chinesco de los que alguna vez había visto en Sevilla. De nuevo se dice: “Esta escena hay que guardarla en la memoria. Podría servirme para ilustrar algún cuento divertido o alguna comedia similar a las de Lope de Rueda, cuyas obras tanto me han entretenido”. Y la conserva bajo siete llaves en su magín, sobre todo, la imagen de una camisa poco limpia que apenas oculta las vergüenzas de uno de los contendientes, a pesar de la oscuridad.

Vergüenza me da, y no poca, cómo he acabado este episodio, entregado, de nuevo, a la digresión y al vicio de no contar, cómo disponía Aristóteles, los hechos uno detrás de otro. Os emplazo para la próxima entrega, afligido y cabizbajo, asegurándoos que en la próxima entrega hablaré, sin faltar a mi palabra (que es sagrada), de la entrada de Miguel de Cervantes en Roma.              

domingo, 8 de junio de 2025

Las aventuras del joven Cervantes III


 

Cervantes llega a Roma para cumplir allí los 22 años. No creáis que entonces, 1569, se celebraban estas fechas con bandas de miss ni con globos, ¡ni por pienso! (cómo me gusta esta expresión). Cervantes ni siquiera recuerda con exactitud el día de su nacimiento (no está para tonterías). 

De los muchos lugares que quedan impresos en las pupilas de Miguel, serán Ferrara y Florencia los destacados. Queda deslumbrado ante el lujo, el buen gusto y la modernidad de esas ciudades, tan distintas de Madrid o Sevilla. En el camino (había tiempo y mucho) conoce a unos titiriteros con los que ensaya sus primeros balbuceos en toscano. Le place enormemente ese acento festivo y cordial. Le huele a latín, a esa lengua que no terminó de aprender con el bachiller López de Hoyos. En un principio desconfía de sus compañeros de viaje, aunque su dominio del estoque y la menguada apariencia de los cómicos, le dan una cierta tranquilidad. Las posadas, como las castellanas y aragonesas, son lugares donde, al amor de la lumbre, lo mismo se puede oír recitar la Jerusalem conquistada del perseguido Tasso, que te puede asaltar un desgraciado y acuchillarte para arrancarte la bolsa. No es que Cervantes lleve mucho dinero, pero sí guarda a buen recaudo la recomendación de un tío suyo (también de apellido Cervantes) para instalarse con el cardenal Acquaviva. No hay nada mejor que las recomendaciones (o enchufes, vamos) para no pasar penurias, tanto en Roma como en Madrid. Y dejar de una vez esos jergones de paja molida de las posadas, repletos de chinches y pulgas saltarinas. 

La última noche, antes de llegar a la ciudad de los papas, tiene suerte y escucha en un italiano diáfano el capítulo donde Orlando se vuelve loco de amor por una princesa y se larga a una peña en el bosque para descargar su ira. La memoria de Miguel es prodigiosa (eso asegura el bachiller López de Hoyos y también su hermana Andrea) y guarda en el caletre ese pasaje del Orlando furioso del divino Ariosto ("para cuando escriba un poema épico", piensa el joven alcalaíno). Los huéspedes escuchan los versos, entre los vapores del vino y la pesadez de un guiso de osobuco un tanto pasado. Algunos caen dormidos sobre las mesas y otros se entusiasman y gritan como si quisieran castigar a Andrómeda, la princesa que ha rechazado al héroe del poema épico.  

Llega a Roma, por fin, como prófugo de la justicia (recordadlo), pero durante su primer día en la ciudad no se acuerda de su condición adversa. Este primer día lo tendría que haber contado en este episodio, pero la cabeza propone y el diablo de la digresión dispone. Os convoco para el próximo, en el que os aseguró que descubriré las verdaderas peripecias del joven Cervantes, tal y como ocurrieron, sin lugar a ninguna duda, en ese primer día bajo el cielo romano y con sus 22 primaveras recién cumplidas.    

jueves, 5 de junio de 2025

Donostia



La playa de la Concha a la derecha, un atardecer lánguido, el mar eterno y rizado de fondo. Calma, esplendor, éxtasis. A la izquierda el monte Igeldo. En la playa corren los perros y los muchachos, sobrados de vida. Todo es melancolía, a pesar del soberano paisaje, todo. No hay naturaleza capaz de levantar un ánimo decaído, un espíritu muerto, un hálito exangüe. El fresco del atardecer obliga al refugio. Es inútil, ningún abrigo puede mitigar el frío de la ausencia.

Valle versus Galdós



Ver al Inter y al Barca es como si enfrentáramos a Valle contra Galdós. Valle, por supuesto, es el Barcelona; el Inter, Galdós. El equipo catalán con sus virguerías personales, el barroquismo de su juego, el preciosismo de su prosa, su delantera incisiva, hiriente, sardónica. El equipo italiano, como don Benito, sobrio, pendiente de la realidad de su rival, huye de la retórica hueca, va al grano y aprovecha sus recursos de trabajador experimentado. El resultado es lo de menos, se puede disfrutar de ambos con un poco de flexibilidad y amor por la literatura, digo, el fútbol.

Las aventuras del joven Cervantes II





Dejamos a Cervantes atribulado, por su mala cabeza. La justicia lo persigue por las cuchilladas que le propina al pretendiente de su hermana Andrea. No sabe dónde ir, bueno, sí lo sabe, busca el refugio de familiares en Córdoba, Cabra y Sevilla. Por fin decide irse a Italia, la justicia, como ya dijimos, no se andaba entonces con chiquitas. Seguramente se fue por tierra, porque las galeras estaban muy controladas y, si lo apresaban, corría el riesgo de perder su mano derecha (nada más y nada menos). 
De su estancia en Italia no se sabe mucho a causa de los escasos documentos que se poseen. Y, como siempre, cuando faltan datos fidedignos, se recurre a las hipótesis, a las elucubraciones alrededor de la obra o a la fantasía más pura y dura. Cinco años pasó allí y es lógico pensar que se empapó bien de lo que entonces era el centro neurálgico de la cultura europea renacentista: Dante, Petrarca, Boccaccio, Ariosto, Bandello, Tasso… Todos estos autores están presentes de una manera u otra en la obra de Cervantes. En especial, Ariosto. Su Orlando furioso es uno de los motores del protagonista del Quijote. 
Pero vamos al grano de las peripecias del joven Cervantes en Italia. Pasó por muchas ciudades, como si de un tour turístico se trataraes, pero no. Fue camarero del cardenal Acquaviva en Roma, puesto sobre el que se han lanzado muchas conjeturas, porque eran puestos muy codiciados, extraños para un prófugo de la justicia. Tuvo que pedir a su padre un certificado de limpieza de sangre. Después, se enroló en la Armada que Felipe II envió contra el turco. Y sí, participó en Lepanto, como está atestiguado (ya hablaremos en otro capítulo de este episodio). Estuvo convaleciente en Nápoles (qué ciudad). Supongo que tan bulliciosa y vital o más que cuando yo la vi el año pasado. Estuvo en Luca, en Florencia, en Messina, en Trapani, en Palermo… Sicilia también tiene lo suyo y en Cervantes también caló esa cálida sensualidad de la isla. En algunas de sus comedias, en sus novelas ejemplares (sobre todo en el Licenciado Vidriera), en el Persiles, en La Galatea, en el Viaje del Parnaso y, por supuesto, en el Quijote está la marca de su paso por Italia. Lástima no conocer más aventuras de su estancia allí. Me atrevo a inventar alguna, pero otro día.

miércoles, 4 de junio de 2025

Vendernos



Vender lo que uno hace, ya sean cuadros, libros, pulseras de plástico, pendientes de pasta de papel, canciones, vídeos de TikTok, pamelas de colores... Vender lo que uno confecciona, no para ganar dinero exclusivamente, sino, sobre todo, para engordar el ego, para que la gente te rodee, te aclame y te dore la píldora hasta reventar de aire pestilente. "Escrio para mí mismo", falso. Nadie, en esta edad del trapicheo, de la exposición pública, nadie escribe ni esculpe, ni hace vídeos por entretenimiento o por engrandecer su espíritu, que no. Todos actuamos para que se nos acepte, se nos adule, se nos aclame. Y esta tendencia la veo hasta en el desempeño de la enseñanza. Observo desde hace años una obsesión absurda por caer bien al alumnado. No para acercarse a él con la intención de inculcarle de mejor manera los bolos alimenticios que nos prepara la Administración, sino para ser popular entre ellos, única y exclusivamente, sin otro fin mayor. 
Ha calado el mensaje pueril de esas películas americanas de instituto donde la máxima aspiración de un individuo consiste en ser popular, famoso, sea al precio que sea. Los frikis que no alcanzan ese sueño son infelices y desgraciados. Este mensaje, tan infantil como idiotizante, ha calado en todos los gremios: cantantes, escritores, periodistas, merceros... Todos se (nos) desvivimos por ser reconocidos, por alcanzar esos "me gusta" tan absurdos como trumpistas.